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Opinion Mi cuarentena no es ni instagrameable ni interesante: es pura soledad Life

Mi cuarentena no es ni instagrameable ni interesante: es pura soledad

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Foto: Pieza de KAWS captada por Asanka Ratnayake/Getty Images
 

Mi cuarentena no es ni instagrameable ni interesante: es pura soledad

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Pasar el confinamiento en soledad no siempre es fácil: a veces me veo contándole al gato mis problemas mientras él se lame el ano

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Llevo casi un año trabajando como freelance, a veces desde mi casa, a veces temporalmente en oficinas por lapsos de pocas semanas, pero la mayor parte de mi trabajo la ejecuto desde un pequeño escritorio que está en la esquina de mi cuarto, junto a una ventana que da hacia la calle, a un árbol con pajaritos y a un paradero de microbuses.

Desde diciembre de 2019, se escuchaba hablar de un virus en China que había encerrado al país más poblado del mundo, pero parecía tal cual un "cuento chino", de esos que se quedan en epidemias focalizadas. Al comenzar su expansión mundial y prever que tendría que aislarme en mi departamento con mi gato "Tito", no me preocupé, pues sentí pertenecer a esa “raza más fuerte”, que tenía mucha ventaja porque no sólo en esta temporada sino en varias anteriores he lidiado muy bien viviendo encerrada, casi sin hablar con gente.

¿Qué de extraordinario tiene pasar unas semanas en casa siendo una clasemediera cuyo trabajo consiste en estar escribiendo frente a una computadora? “Checa tus privilegios y verás que eres la que menos debería quejarse por un encierro”, me digo todos los días.

En esas épocas de freelance le veo el lado bueno al refugiarme en mi hogar en turno. Es una fortuna no tener que salir diario y enfrentarse al tráfico terrible de la Ciudad de México o ser una de las 5 millones de personas que se desplazan por su transporte público. Es maravilloso poder andar en chanclas todo el día, elegir entre dos atuendos de ropa vieja para vestir cómodamente, no tener que maquillarme ni peinarme mas que para las juntas por videollamada (y estar en fachas de la cintura para abajo), comer mientras veo series, poder echarme siestas cuando me da la gana y seguir trabajando hasta que me harte.

Sin embargo, siempre existía la opción de salir a echar el café con las amigas, al museo, al gimnasio, a la Cineteca, a la cita de Bumble. Ahora no, las rutinas en estos días de aislamiento han tenido que ser reducidas al espacio de mi departamento.

Todo marchaba bien la primera y segunda semana de la llamada “cuarentena” por Covid-19. La rutina de ejercicio diario al despertar es básica. Además de trabajar, me sé divertir sola leyendo, armando rompecabezas o escuchando algún podcast mientras cocino. A mis 36, soy de las que deben dormir a la medianoche o al día siguiente no rendiré. Soy también esa que en estos días les grita entre divertida y enojada “¡Susana distancia!” a los vecinos que hacen coronafiestas con karaoke dos o tres veces por semana. En la cuarta semana de aislamiento, ya ni eso me anima.

Parte de mi trabajo consiste en anunciar actividades culturales para que la gente en confinamiento la pase un poco mejor. Irónicamente, la que no consume nada de esto soy yo. La soledad comienza a pesar cada vez más; mis días se reparten entre 10 y 12 horas de trabajo (con la pandemia, la carga ha aumentado), mis 6 u 8 horas de sueño (interrumpidas por episodios de insomnio que han aumentado en estos días) y las actividades recreativas. Eso sí, siempre encuentro espacios para “despejar la mente” viendo las stories de Instagram. Y es ahí donde comienzo a sentir que la soledad asfixia.

No necesito meterme a ver cómo pasan su cuarentena las Kardashian, deportistas, gente adinerada y famosa para sentirme miserablemente sola. Basta ver cómo mis personas más cercanas viven el aislamiento riendo/peleando en familia o con sus parejas mientras a veces me veo contándole al gato mis problemas mientras él se lame el ano. Mi confinamiento no sólo no es ni instagrameable ni gracioso ni interesante, es simplemente de mucha soledad y eso es poco o nada atractivo para una story.

“Es el mejor momento para apreciar las pequeñas cosas de la vida”, leo repetidamente variaciones de esta frase en las redes sociales. En mi caso, esas pequeñas cosas han sido pelusas acumuladas y polvo en rincones de mi departamento, las migajas de pan en el escritorio, la multiplicación de los platos sucios o la caca del arenero del gato.

Una rara combinación de carga de trabajo, desánimo y saturación de contenidos hermosos de las redes sociales ajenos me han ocasionado esos síndromes relacionados a sentir culpa por mi supuesta improductividad.

¿Por qué no estás redecorando? ¿Ya donaste a las mujeres violentadas? ¿Ya te lavaste las manos? ¿Ya le compraste a los productores locales? ¿Cuántos libros ya leíste? ¿Ya te lavaste las manos? ¿No has aprovechado los cursos gratis para aprender algo nuevo? ¿Ya probaste todas las mascarillas coreanas? ¿Aún no ves Tiger King? Al menos ya deberías haber quitado todas las hojas secas a las plantas, ¿ya te lavaste las manos? Veo a la gente en las redes sociales, su productividad y pienso que si este es el fin del mundo, mi casa no será ni la más renovada ni la más hermosa y que Marie Kondo se sentiría muy decepcionada de personas como yo.

El encierro y la soledad me han hecho la piel y las emociones más frágiles. De pronto me veo llorando por todo, desde mirar cómo cada día más gente muere por este coronavirus, de cómo ha sucedido en Ecuador, que en España aplauden a los servicios médicos por las noches o hasta leer que la chica que me corta el pelo no va a poder trabajar en meses; encontrarme inconsolable por leer el maldito cuento de La pequeña cerillera de Hans Christian Andersen o porque no puedo abrir el garrafón del agua cuando tengo sed.

Y al quejarme regresa la culpa de los privilegios, de ser muy afortunada por poder seguir ganando dinero mientras no salgo de mi casa mas que dos veces a la semana por comida o a corretear al gato que se escapó del departamento porque ya no me aguanta aquí 24/7. "Sí, lo único que tienes que hacer es quedarte en tu p--- casa. Deja de llorar". Sentir dolor también ocupa más tiempo del que pensaba.

Vivir el duelo con el enemigo invisible: un día a la vez

Estaremos en aislamiento en plena pandemia global, pero no lo estamos digitalmente, y eso ha sido un factor benéfico y perjudicial a la vez para gente que como yo estamos atravesando la epidemia en soledad. Tal vez seamos la envidia de padres y madres que tienen que hacer doble o triple jornada, pero estar sin nadie con quien hablar cara a cara también lleva su peso.

He pensado que para sentirme menos sola debería dejar de ver todas las cosas maravillosas que mis amistades hacen y comparten en sus redes sociales, dejar de ver en el aparador ese carrusel de presiones que no me están ayudando, pero aislarme tampoco sería la solución. Si lo hago, puede que el momento más emocionante del día sea esperar a que den las 7 de la noche para ver la conferencia del doctor López-Gatell. Y, pues sí, pero no.

Ante toda esa oleada de paranoias propias de la cuarentena y la epidemia, siempre llegan textos o charlas acertadas para entender que puedo estar sola en mi casa sin sentirme miserable. Uno de estos recursos fue el texto “Esa incomodidad que sientes es dolor”, de Scott Berinato, editor en Harvard Business Review que habla de que todo ese cúmulo de sentimientos —vivamos solos o con alguien— es dolor presente y dolor adelantado provocado por la incertidumbre de un enemigo invisible, del cual poco podemos aportar para mermar ahora mismo y lo mejor es quedarnos en casa.

Como en sesión de alcohólicos anónimos, el texto recomienda que en estos días de encierro y de sentir dolor por todo lo que está ocurriendo, tenemos que vivir un día a la vez.

Está bien aceptar que siento dolor por todo y por mi soledad. Está bien pensar en cómo soltar lo que no puedo controlar (lo siento, no soy de esa raza más fuerte ni quiero ser la reina de la cuarentena, con sobrevivir me basta). Está bien no hacer nada, está bien no querer humillar a la demás gente con una vida digna de miles de corazones en Instagram. Si el fin del mundo me agarra sola, con el piso sin trapear y con el gato lamiédonse la cola, que al menos no digan que no me quedé en mi casa.

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