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Ficción
/FICCIÓN/ “Escribo esta nota con miedo. Últimamente he llegado a sentir que mi vida corría peligro. La razón es simple: ayer encontraron el cuerpo sin vida de Tiffany Haddish y ahora temo ser el siguiente”
Pascal McCann, 04/11/2024
Escribo esta nota con miedo. Quizá esté equivocado y mi confesión resulte un testamento sobreactuado. Pero lo cierto es que últimamente he llegado a sentir que mi vida corría peligro. La razón es simple: ayer encontraron el cuerpo sin vida de Tiffany Haddish y ahora temo ser el siguiente.
Su muerte apenas ha llamado la atención de los medios. Hace años que Tiffany no contaba para nadie: no salía en televisión, las productoras no la llamaban y su tour por teatros amateur no hacía sino empeorar la situación. Por ridículo que parezca, me había convencido de que los carroñeros mediáticos no desaprovecharían las circunstancias truculentas de su muerte, y dedicarían programas monográficos al batido de sustancias que le encontraron en la sangre.
Benzodiazepinas, vodka y una actriz devastada, ¿quién iba a ignorar ese regalo?
En vano esperé que alguien se fijara en las once llamadas que Tiffany me hizo poco antes de morir. Sabía que la policía no iba a hacerlo, pero confiaba en el instinto morboso de algún periodista. Quería que alguien empezara a preguntarse quién era yo, por qué me había llamado con desesperación. Pero ahora que sé que nadie va a preguntarlo, he decidido contarlo por mis propios medios.
Sé quien mordió a Beyoncé.
Mis hijas se volvieron locas cuando en 2018 me dieron el caso. Yo ni sabía quién era ella. Había escuchado sus canciones en la radio, pero su nombre era poco más que un eco al que no podía poner cara: Beyoncé. Me pusieron al mando de la investigación por razones evidentes: llevaba cuarenta años en el cuerpo, había resuelto algunos crímenes importantes y, si las cosas se torcían, con una simple pre-jubilación serviría de chivo expiatorio.
Todo había empezado como una broma. Tiffany soltó la bomba en una entrevista e Internet puso el resto. En pocas horas Twitter se convirtió en una casa de apuestas y los medios digitales fueron el lubricante ideal. Cada día aparecían nuevas acusaciones, a cuál más surrealista, y la bola se iba haciendo grande. La agresión a Lena Dunham convirtió el juego en crimen: un grupo de fans se organizó para tenderle una emboscada, secuestrarla torpemente e improvisar una tortura. Por supuesto, no tuvieron estómago ni para arrancarle una sola uña, y la frustración venció a la curiosidad.
Sin embargo, el ataque marcó el camino a seguir: propició una avalancha de persecuciones, agresiones, intentos de homicidio. Ahí fue cuando nosotros tuvimos que meternos. El encargo parecía tan simple como detener las guerrillas de vengadores y justicieros. Pero con el paso de los meses descubrimos que sería imposible. Cada vez se formaban más colmenas y estaban mejor organizadas; coordinaban sus ataques mediante servicios de mensajería encriptados y sus "picaduras" golpeaban a víctimas improbables: actrices que ni tan solo habían estado en la fiesta. Era una nueva forma de terrorismo, brutal y arbitrario, que nunca fue tratado como tal por las autoridades políticas. ¿Cómo iban a tratar de terroristas a jóvenes universitarios de clase-media alta que actuaban bajo el silencio cómplice de Queen B?
Comprendí que sólo había una solución: poner fin al misterio de la actriz caníbal. Tiffany Haddish se había negado a colaborar con nosotros, especialmente desde que El Unicornio —así la conocían los fans— se convirtiera en algo así como la lugarteniente de Beyoncé y su imperio cultural. Utilizamos la "obstrucción a la justicia" como excusa para detenerla, y un juez de confianza la puso en prisión preventiva. Hicimos todo lo posible para intimidarla, presionarla y humillarla. Filtramos informaciones falsas a la prensa para arruinarle la carrera: queríamos que se sintiese abandonada, desprotegida y sola; buscábamos el derrumbe, y lo conseguimos.
Finalmente me lo confesó.
Pero para cuando lo hizo ya era demasiado tarde. Los crímenes habían cesado. Más de un año después del suceso del mordisco, el foco mediático se había desplazado por fin. Alguien muy famoso había hecho algo todavía más estúpido en una red llamada Snapchat, y ya nadie recordaba ya la historia de Beyoncé. Ahora yo conocía el nombre de la agresora, pero no importaba. Incluso me reí al descubrir que ni siquiera era alguien de Hollywood. Todo ese tiempo habíamos estado mirando en la dirección equivocada.
Pronto me olvidé de ello. Tuve que hacerlo. No quise darle importancia al progresivo declive de Beyoncé en los medios, ni me inquietó la noticia de su extraño retiro. Yo también llevaba un tiempo retirado, pero no comprendí la magnitud de los hechos hasta que llegaron las elecciones.
La culpable iba a cumplir su palabra. Se presentaba como candidata del Partido Demócrata. Quería conquistar la Casa Blanca, pero para ello debía evitar que nadie destapara el asunto del mordisco. Era la responsable de uno de los conflictos sociales más importantes de la década, y tenía que taparlo como fuera.
Ahora sólo quedo yo. Tiffany está muerta, Beyoncé está desaparecida y mañana son las elecciones. Todas las encuestas coinciden, y por eso escribo esta nota: Oprah Winfrey se convertirá en la primera Presidenta de los Estados Unidos.
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