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Ficción Tarracus, la retorcida mascota que no te dejará dormir Lit

Tarracus, la retorcida mascota que no te dejará dormir

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Imagen: Twitter
 

“De pronto lo vi. Fue sólo un destello, pero sentí su presencia. Era como si hubiera estado dentro del armario observándome por la rendija. Llegué incluso a tocar el suelo del armario para ver si estaba caliente. Busqué restos de pelaje. Cosas que no estuvieran en su sitio. Una ventana entreabierta”

Esta noche he vuelto a soñar con Tarracus.

Sentía en la espalda una respiración ronca, la humedad de su aliento, su mirada vacía recorriéndome el cuerpo. Aunque corría con todas mis fuerzas, no podía evitar girarme y descubrir una mancha amarilla gigante, borrosa y opresiva. Su presencia era como un destello que te impregna la retina aunque cierres los ojos: parpadeando, creciendo, acaparando toda tu atención. El suelo había desaparecido y ya no podía huir. Su sonrisa estaba en todas partes.

Llevo una semana con la misma sensación. Una semana despertándome con la misma urgencia, con la misma angustia . Aunque en realidad todo empezó en noviembre de 2016, cuando se aplazaron los Juegos Mediterráneos que tenían que celebrarse en Tarragona. Unas semanas antes se había presentado a Tarracus, la mascota del evento. Si su expresión inquietante la convirtió en un meme instantáneo, el debacle organizativo la elevó a símbolo de un fracaso político y existencial. Era una mascota con ansiedad social, a la que le repugnaba el contacto humano y que odiaba ser el centro de atención.

Nada más verlo, conecté enseguida con ese monstruo amarillo, la única mascota olímpica que no escondía su incomodidad ante el circo que la rodeaba. Supe que durante un tiempo se habían estado vendiendo peluches de Tarracus, así que me metí en Wallapop para hacerme con una de esas "piezas de coleccionista". Pero lo cierto es que la broma duró poco, y mi pequeño Tarracus 2017 sólo sirvió para colgar un par de fotos en Instagram y reírme con los amigos. Todos nos olvidamos de él en menos de una semana.

Hasta ahora.

Hasta que los Juegos Mediterráneos se han inaugurado finalmente.

Hasta que Tarracus vuelve a ser la estrella y mi antiguo romance con la mascota se ha convertido en una obsesión tan sórdida como inevitable.

Para mis amigos yo era el experto en Tarracus, y en los primeros días de los Juegos me dedicaba a contar su historia a quien quisiera escucharme: el concurso de dibujos para niños, cómo gracias a un diseñador francés pasó de ser una avellana a ser un emoji, el aplazamiento de los juegos, el principio y el final de su fama.

Al poco tiempo comencé inventarme cosas: lo que pasó en la reunión en la que aprobaron el disfraz final, las identidades de los trabajadores que se disfrazan de Tarracus o historias obscenas sobre la mascota. Era un divertimento que tenía sentido en el contexto surrealista en el que se estaban desarrollando los Juegos: si se habían anulado partidos porque no encontraban las llaves del polideportivo o porque la pista de baloncesto se había hundido, ¿cómo no iban a ser creíbles mis historias?

El problema es que éstas se volvieron cada vez más inverosímiles. Las inventaba por puro placer, sin necesidad de contárselas a nadie. Las mezclaba con mis recuerdos, las apuntaba en mi diario de sueños incluso antes de haber soñado con él. Toda mi vida empezó a girar a su alrededor, y me pasaba las mañanas en el hashtag de los Juegos o actualizando "Tarracus" en el buscador de Twitter.

Quería saber dónde estaba, qué hacía, con quien se relacionaba.

Si estaba boxeando.

Si estaba con niños.

Si se daba un baño de masas.

Si estaba viendo triatlón.

Reconstruía su día a día a partir de lo que había visto. Luego me tiraba en la cama con los ojos cerrados e imaginaba ser él: desde que se levantaba hasta que se iba a dormir. Hablaba en voz alta, imaginando la voz de pito que él no tenía. Creaba diálogos épicos, diálogos trágicos, diálogos cómicos. Era casi un ritual religioso, mediante el que buscaba algún tipo de unión mística que ningún otro culto había podido ofrecerme.

Todo siguió igual hasta que un día lo vi. Fue sólo un destello, pero sentí su presencia. Era como si hubiera estado dentro del armario observándome por la rendija. Llegué incluso a tocar el suelo del armario para ver si estaba caliente. Busqué restos de pelaje. Cosas que no estuvieran en su sitio. Una ventana entreabierta.

La mística dejó paso a la paranoia. Ya no era yo quien perseguía a Tarracus con mis extrañas ideas, quien lo acechaba en las redes sociales. La correlación de fuerzas se había invertido, e incluso su expresión me parecía ahora mucho menos inocente. Ya no era la sonrisa vulnerable de quien no puede escapar a su destino, sino la vacuidad del psicópata, que incapaz de sentir nada, imita como puede las emociones de los demás.

Fue entonces cuando empezaron las pesadillas.

Y todavía no han terminado.

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