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Opinión
"Somos lo que comemos" es una gran mentira
/OPINIÓN/ Dile a tu hijo: 'No' a unas Nike. 'No' a la bicicleta. 'No' a Disneyland. Y le dirás 'Sí' a unas Oreo aunque no sea la comida más sana del mundo
Algún iluminado pensó que tenía la solución para acabar con los desiertos alimentarios de EE.UU. Le pareció tan fácil como construir supermercados más grandes que un campo de fútbol en esas zonas desfavorecidas y adiós problema. Vender tomates donde sólo se vendían porciones de pizza. Vender plátanos dónde sólo se vendía helado con plátano frito. O vender lechuga fresca donde sólo se vendían hamburguesas con lechuga.
Error.
Comer bien nunca fue, es ni será una cuestión de metros cuadrados edificados. Sí es, en cambio, una cuestión política, económica y, sobretodo, sociológica.
Porque son los sociólogos quienes han tomado las cartas en el asunto. Nadie quería entender que un Walmart abierto 24/7 no solucionaba el problema de fondo: el acceso a la comida sana a todas las familias. Ricas y pobres.
Pongamos un ejemplo. Cada tarde después del horario escolar, un niño pide la merienda a sus padres. Estos pueden darle una manzana, frutos secos y un bocadillo de pavo o decantarse por bollería industrial, chucherías y una bebida azucarada. Sea la primera o la segunda opción, la elección final no dependerá nunca exclusivamente del poder adquisitivo de la familia.
Así lo ha verificado la investigadora Priya Fielding-Singh que entrevistó a 73 familias de California - más de 150 padres e hijos - para observar sus hábitos dietéticos diarios. Su estudio sugería que el estatus socioeconómico de las familias afecta no solo al acceso de alimentos saludables, sino a algo aún más fundamental: al significado de la comida que transmiten a sus hijos.
Es evidente que todos los padres quieren que sus hijos crezcan fuertes comiendo alimentos sanos, pero no todos los padres reaccionan igual ante el bombardeo constante de los hijos exigiendo comida basura. Y aquí viene la gran tesis fundamental de la socióloga de la Universidad de Stanford:
“Mientras que los niños ricos y pobres piden comida basura por igual, los padres respondieron de manera diferente a estas súplicas. Una abrumadora mayoría de los padres adinerados me dijeron que solían decir "no" a las solicitudes de comida basura. En el 96% de las familias de altos ingresos, al menos uno de los padres informó que regularmente rechazan tales solicitudes. Los padres de familias pobres, sin embargo, casi siempre dijeron "sí" a la comida basura. Solo el 13% de las familias de bajos ingresos tenían un padre que regularmente rechazaba las solicitudes de sus hijos".
¿Por qué?
Una razón para esta disparidad es que las solicitudes de comida de los niños significaron cosas radicalmente distintas para unos y otros..
Los padres con un poder adquisitivo más bajo tenían que decir ‘no’ a diario. 'No' a unas Nike. 'No' a la Play Station. 'No' al iPhone. 'No' a la bicileta. 'No' a la peluquería para ese peinado de moda. Todos los padres sin excepción saben que si dices decenas de veces ‘No’, tarde o temprano toca soltar un ‘Sí’ o la culpabilidad paterna asoma la cabeza entre tanto lloro y súplica.
Siempre será más fácil (y más accesible) rascar un dólar o un euro del bolsillo para decir ‘Sí’ a unas Oreo que “Sí” a un viaje a Disneyland.
Por eso la socióloga lo tiene claro: “Las compras de comida basura no solo trajeron sonrisas a los rostros de los niños, sino que también dieron a los padres algo igualmente vital: un sentido de valía y competencia como padres en un ambiente donde esos sentimientos constantemente estaban en peligro”.
Todo lo contrario que los padres con poder adquisitivo. Diciendo “Sí” a la mayoría de requisitos materiales de sus hijos, se sienten más fuertes para negar un cruasán de chocolate a sus hijos. Negando esa comida rica en azúcares y grasas saturadas es la mejor manera de implantar la semilla para que llegue un día que el niño diga que no le apetece por si mismo: “Tanto los padres ricos como los pobres alimentan a sus hijos para cuidarlos. Pero los diferentes significados que añadieron a su gesto, otorgan un nuevo poder simbólico a la comida”.
Un objetivo final muy extrapolable a otras realidades. La desigualdad nutricional en los EE.UU., España, Egipto o México tiene más que ver con el estatus socioeconómico de las personas que con su ubicación geográfica. Vivir en la pobreza o en la opulencia afecta más que nuestro acceso a alimentos saludables porque da forma a los significados que atribuimos a los alimentos.
Porque tiene que quedar bien claro: la socióloga no culpa a los padres con bajo poder adquisitivo por comprar comida basura a sus hijos. Más bien constata que NADA se arregla llenando de supermercados los barrios más desfavorecidos. Así los políticos sólo cumplen el expediente, pero el valor educacional y/o formacional, esencial en estos casos, se pierde por el camino.
Esto es: castigar con impuestos altos a la comida basura, ayudar a cooperativas de barrio y a los agricultores de comercio justo, dar más poder a los nutricionistas en las escuelas y fomentar iniciativas de largo recorrido que apuesten por una revolución: dar de comer al estómago para alimentar a la mente.
La distinción entre comer bien o comer mal tiene un error de base. Cuántas veces hemos escuchado que “Somos lo que comemos” y cuántas veces nos han engañado. Es una gran mentira que se sirve fría desde hace demasiado tiempo. Sería mucho más acertado el axioma “Comemos lo que somos”. Una realidad mucho más palpable (y dolorosa) que no pretende limpiar conciencias. Más bien corregir errores de raíz.
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