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Gabriel y la jauría intelectual

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Gabriel y la jauría intelectual

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/OPINIÓN/ “La mayoría no estamos del lado de los buenos para empatizar con el dolor ajeno sino para sentirnos mejor con nosotros mismos”

Historias como la muerte del niño Gabriel alimentan constantemente el imaginario del Galveston español: desde el Parque de Doñana hasta el Cabo de Gata se encuentra una extensión cerril, tosca, dominada por semanas santas con clavos y vírgenes, cirios en la oscuridad, sectas, bajas pasiones y emociones peligrosas; con casos de violaciones grupales, niñas desaparecidas, infanticidas y turbas justicieras en prime time. Aquel lugar siempre ha supuesto una tonelada de inspiración para cientos de ficciones y de teorías.

Los relatos de héroes y villanos están muy bien en la ficción porque nos ayudan a crear referentes sobre lo bueno y lo malo, sobre quienes nos gustaría ser y quienes, claramente, no. Pero el peligro viene cuando esas historias dejan de ser ficción y, en medio del indescriptible sufrimiento ajeno, seguimos jugando a ser detectives, o nos posicionamos cómodamente del lado de los buenos para convertirnos en todo lo contrario.

Ante una desgracia como el asesinato de Gabriel Cruz, el pescaíto, la mayoría no estamos del lado de los buenos para empatizar con el dolor ajeno sino para sentirnos mejor con nosotros mismos. El cruce de titulares, la pugna por la última exclusiva, los insultos entre periodistas, la ya habitual jauría tuitera y los automáticos clamores por la cadena perpetua —por cierto, renovada después del caso de Diana Quer—, nos ponen del lado de los malos. Señalar a la presunta asesina como una “negra hija del diablo”, como una “inmigrante” y encima “mujer”, también. Lo mismo que si nos fijamos sólo en lo racistas y misóginos que son los demás y deseamos que el asesino sea el padre.

Pero lo peor ha sido la autodenominada prensa seria, incendiada al estilo de la bilis tuitera de la que siempre se desentiende. O los supuestos referentes intelectuales que se jactan de velar por el statu quo y la fría racionalidad de la justicia y la democracia, ahora a la altura de los vecinos carnaza de canutazo... ¿Qué vamos a exigir a Twitter si desde las propias tribunas se echan cerillas a la gasolina?

Desatado el circo, ha tenido que ser Patricia Ramírez, la madre del niño asesinado, quien salga a decir basta. Que no hablemos más de la presunta asesina. Que da igual. Incluso si es un monstruo. “Pido que no se extienda la rabia”, ha dicho. Que la justicia es trabajo de la justicia, y el de la policía el de la policía. De nadie más. Y que nos quedemos con toda la gente —esa sí en el lado de los buenos— que ha salido en batidas a buscar a Gabriel. Y con la que simplemente ha comprendido que unos padres han perdido a su hijo de la forma más brutal. Con quienes han entendido que, además, el padre ha perdido a la mujer a la que amaba a través de la decepción más salvaje.

Me imagino a Patricia en una escena de película antigua, donde los borrachos, necios, arrogantes y soberbios se pelean por un mismo problema sin más intención que la de hacerse escuchar. Y, de pronto, ella, una mujer menuda, irrumpe en la sala, y los hace callar. Los deja retratados hasta el punto de que nadie sabe dónde mirar de la vergüenza. Lástima que eso sí vaya a quedarse en el lado de la ficción.

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