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Artículo Nadie ha descrito mejor el arte de pajearse Lit

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Nadie ha descrito mejor el arte de pajearse

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Imagen: Arte PG
 

“En un mundo de pañuelos engurruñados y clínex hechos una bola y pijamas con manchas, me manipulaba el desnudo e inflado pene, siempre con el miedo de que me sorprendiera en pleno frenesí de la descarga y quedara al descubierto mi asquerosidad”

Eudald Espluga

23 Mayo 2018 16:28

Tras el fallecimiento de Philip Roth, nada mejor que el sexo para alejarnos de la gravedad que impone la muerte. Recordarlo es también sumergirnos en escenas divertidas y pegajosas, donde el provocativo alter ego del escritor se ensucia gozosamente en todo tipo de fantasías eróticas. Su arte para captar la vergüenza furiosa con la que un adolescente vive el despertar sexual convirtió una de sus primeras novelas, El lamento de Portnoy, en un absoluto escándalo. Lo vívido del deseo, perfectamente descrito en primera persona, hizo que los lectores lo leyeran como una confesión sincera del autor, una grosería autobiográfica imperdonable, con la que manchaba su honor y el de su familia.

Se trataba de una confusión fundamental que el propio Roth seguiría explorando a lo largo de su obra. La celebrada autoficción del norteamericano estaría por siempre ligada a esas primeras 'Pajas', descritas a lo largo de todo un capítulo de El lamento de Portnoy. El Pulitzer Roth, el Príncipe de Asturias Roth, el Debería-Haber-Ganado-El-Nobel Roth era —y había sido siempre— un escritor mordaz, que hizo de la carne literatura y de divirtió desafiando a la recatada moral estadounidense:

«Luego vino la adolescencia: media vida encerrado en el cuarto de baño, aliviando la minga en el inodoro, o en la cesta de la ropa sucia, o ¡plaf! contra el espejo del botiquín, ante el cual me plantaba con los calzones bajados, para poder comprobar qué aspecto tenía aquello al quedar expuesto. Eso, cuando no me doblaba sobre mi agitado puño, con los ojos cerrados y la boca abierta de par en par, para recibir tan pegajosa salsa de suero y cloro en la lengua y en los dientes, —aunque no era raro, en plena ceguera, en pleno éxtasis, que me cayera todo en el copete, como un chorro de Wildroot Cream Oil. En un mundo de pañuelos engurruñados y clínex hechos una bola y pijamas con manchas, me manipulaba el desnudo e inflado pene, siempre con el miedo de que me sorprendiera en pleno frenesí de la descarga y quedara al descubierto mi asquerosidad. No obstante, era incapaz de mantener las zarpas lejos del pito cuando éste empezaba a encaramárseme por la tripa arriba. En mitad de una clase, levantaba la mano pidiendo permiso, me precipitaba por el pasillo en busca del retrete, y me aplicaba diez o quince meneos salvajes, ahí mismo, de pie contra el urinario. Los sábados por la tarde, en el cine, me apartaba de mis amigos con la excusa de ir a comprar chucherías y terminaba en un palco apartado, inyectando mi simiente en el envoltorio de una barra de Mounds. Una vez, durante un picnic de nuestra asociación familiar, le extraje el corazón a una manzana, vi, con gran asombro (y con no poca ayuda de mi obsesión), el aspecto que ofrecía y me metí corriendo en el bosque para cargar contra el orificio de la fruta, figurándome que aquel agujero fresco y harinoso estaba entre las piernas de ese mítico ser que siempre me llamaba Muchachote cuando imploraba que le diese lo que no constaba en las crónicas que ninguna otra mujer hubiera obtenido antes. 'Métemela hasta el fondo, Muchachote', gritaba la manzana sin corazón que dejé hecha puré en aquella excursión. 'Muchachote, Muchachote, dame todo lo que tengas', rogaba la botella vacía de leche que tenía escondida en el trastero del sótano, para volverla loca después del colegio con mi instrumento uncido de vaselina. 'Córrete, Muchachote, córrete ya', aullaba enloquecido el trozo de hígado que —no menos enloquecido, yo— me compré una tarde en una carnicería para someterlo a violación tras una valla publicitaria, camino de mis clases de bar mitzvah

(Traducción de Ramón Buenaventura)

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