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Un manuscrito revela la verdad oculta tras este singular juicio por brujería

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Han descubierto una copia del 'Discurso sobre la brujería', de Edward Fairfax: una acusación contra seis mujeres "rudas" y "salvajes" que usaron sus poderes maléficos contra sus hijas

Eudald Espluga

31 Octubre 2017 18:10

"La verdad de la religión cristiana es poco conocida en esos lugares salvajes, igual que entre esta gente ruda. ¡Tenga Dios piedad de su ignorancia!"

Estas palabras pertencen a Edward Fairfax, y forman parte de un discurso que escribió en 1621 tras la muerte de su hija pequeña. Se trata de una acusación pública por brujería contra seis mujeres de Fewston, en North Yorkshire, Inglaterra. Las querelladas serían sometidas a juicio al año siguiente.

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"Los protagonistas de esta historia", empieza la acusación de Fairfax, "no serán fantasmas andantes, tampoco hadas danzarinas". Aunque estemos ante una obra de Satán, dice, esta solo ha sido posible gracias a la complicidad de "malvadas ayudantes, por culpa de cuya colaboración estos inocentes se han visto cruelmente afectados".

Los inocentes son los Fairfax, su familia. Edward se refiere concretamente a sus tres hijas: Ann, Elizabeth y Ellen, que habrían sido el objetivo de los encantamientos. Ellas mismas habrían sido quienes habrían advertido al señor Fairfax de lo que estaba sucediendo, explicándole detalladamente las extrañas visiones que estaban sufriendo.

Por ello, será tras la muerte de Ann en octubre de 1621 que se decidirá a denunciar a las mujeres, seres silvestres y monstruosos —o por lo menos así las describe— que viven el bosque de Knaresborough.

Ahora, una copia de este raro texto ha sido encontrada. Y aunque no se trata del manuscrito original, que se supone perdido, es una antigua y valuosa versión que será subhastada en la Ink Fair de Londres. Lo interesante del caso, sin embargo, es que ha permitido rescatar la historia del juicio que se oculta tras la acusación.

Por supuesto, todos sabemos qué es una caza de brujas: la persecusión arbitraria e injusta de mujeres. Y sabemos también que la acusación de brujería ha sido siempre un cheque en blanco, una imputación vaga que permitía enjuiciar a alguien prescindiendo incluso de la evidencia empírica: los poderes mágicos —ya fueran pociones, fuerzas psíquicas o hechizos satánicos— permitían inculpar a cualquier víctima.

Actualmente, además, asociamos la caza de brujas con una acción premeditada y interesada, un mero ejercicio hipócrita consistente en utilizar una motivo que sabemos espurio para arremeter contra nuestros rivales.

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Sin embargo, lo que se oculta tras la historia de los Fairfax parece distinto.

Si estas seis mujeres de Knaresborough se presentaron como un chivo expiatorio, fue debido a la impregnación efectiva de las creencias en la brujería y el poder destructivo de las mujeres. El discurso de Fairfax es el testimonio de un mundo todavía encantado, y profundamente misógino, en el que la racionalidad instrumental competía con una visión del universo fundamentada en las leyes de la magia simpática.

Un choque entre realidades que pudo visualizarse perfectamente en la celebración del juicio, ya que, contra lo que podría esperarse, la acusación fue desechada. Una amiga de Ellen Fairfax admitió que las visiones que habían tenido las hijas de Edward habían sido una invención deliberada de las niñas, que simplemente buscaban atraer la atención de su padre.

Ante la incapacidad de aceptar esta realidad, Edward Fairfax reunió nuevas pruebas para levantar nuevamente el juicio contra las brujas. Pero esta vez fue el párroco local, Nicholas Smythson, quien se mantuvo escéptico y organizó la defensa de las acusadas.

El Discurso sobre la brujería de Farifax es, por lo tanto, un documento magnífico para entender cómo la relación de la sociedad con el conocimiento empezó a cambiar a lo largo del s. XVII. Ni el dolor de un padre por la muerte de su hija, ni la mundanalidad de unas niñas que querían llamar la atención terminaron transmutado en una maléfica acción taumatúrgica.

Las mujeres salvajes y rudas que vivían al margen de la verdad de Dios podían, por primera vez, imponer su escepticismo. El mundo empezaba a desencantarse, y la ignorancia por la que Fairfax pedía clemencia en su discurso había cambiado ahora de signo.

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