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Y lo que nos gusta la buena literatura misógina

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David Foster Wallace, Philip Roth, Michel Houellebecq... ¿son sus libros dramitas masculinos para hombres? ¿la misoginia que desprenden sus personajes impide una lectura feminista de la crisis del macho?

Eudald Espluga

03 Enero 2018 16:25

Este septiembre se cumplirán 10 años del suicidio del escritor que todos los hombres blancos heterosexuales con ambiciones intelectuales recomiendan: David Foster Wallace. Una efeméride que nos obliga a retomar la pregunta que Deirdre Coyle lanzaba en su artículo "Los hombres me recomiendan David Foster Wallace": ¿por qué los lectores del autor de Entrevistas breves con hombres repulisvos tienden a ser hombres repulsivos? Y que nos invita, además, a añadirle otra pregunta que quizá sea incluso más perturbadora: ¿por qué nos gustan tanto los hombres repulsivos?

Pensemos en David Foster Wallace y los personajes que pueblan sus novelas, sí, pero también en Philip Roth, en Michel Houellebecq, en Normal Mailer, en Frédéric Beigbeder, en John Fante, en Martin Amis, en Elias Cannetti o en Charles Bukowski.

Es decir, pensemos en una literatura rabiosamente cipotuda, narcisistícamente fálica, que ya no erige su misoginia estructural en concepciones científicas, filosóficas o teológicas, sino de una literatura que se atrinchera en el reverso, en el negativo fotográfico de la aversión a lo femenino: en la crisis de lo macho, en la sobreexposición de unos miedos hasta ahora indecibles, en la problematización del sexo y las emociones, en la deconstrucción del propio privilegio.

I.

¿Por qué nos gustan los capullos?

"La novela contemporánea hétero-masculina considerada 'seria' es una Historia de Mí apenas velada, tan vorazmente consuntiva como todo el patriarcado. Mientras que el héroe/antihéroes es explícitamente el autor, todos los demás son reducidos a "personajes". [...] Cuando las mujeres intentamos penetrar esta falsedad presuntosa dando nombres porque nuestros "yoes" cambian según conocemos otros "yoes", nos llaman zorras, difamadoras, pornógrafas y aficionadas. "¿Por qué estás tan enfadada?", me dijo él."

Lo que acabamos de leer es una de las muchas ideas que podemos encontrar en Amo a Dick, de Chris Kraus, una novela dedicada a escenificar esta pasión cultural por la hombría crepuscular, por la representación artística de la virilidad herida.

En el libro, Chris se enamora de Dick —con el doble sentido de "polla" y "capullo"—. Es decir, se enamora de un vaquero-escultor, un macho sensible y exitoso, tan autosatisfecho con su poderío sexual como naif en sus profundas reflexiones. Por supuesto, el libro es una gran burla. Es un sarcasmo doloroso e íntimo, porque su trasfondo es trágico: ¿por qué amamos a los capullos? ¿por qué incluso en su declive la masculinidad está divinizada y su lamento deviene un elegía que debemos escuchar con posado grave? ¿Por qué no escribimos columnas pidiendo que los escritores hablen de temas universales en vez de insistir en su propio ser hombres, siempre en tono plañidero, furibundo y ofendido?

II.

Dramitas de hombres...¿para hombres?

Representar literariamente la misoginia no te convierte en un misógino y, sin embargo, ¿hasta qué punto la crisis de la masculinidad como tópico literario no termina justificando la misoginia como un mecanismo de autodefensa natural y comprensible?

Esto es lo que sugería Mayca Castro Rodríguez en un artículo en el que se ocupa de la imposibilidad de empatizar con lo que llama "dramitas masculinos". Castro apunta al hecho que "la tragedia de la virilidad crepuscular" ofrece una salida dramática y victimista a una serie de problemas que los hombres se siguen negando a afrontar. Además, les permite presentar esta masculinidad herida con tintes trágicos, darle dimensión épica y dotarla de un aura especial que casi nos mueve a la compasión.

Pero ¿es realmente así? ¿Los dramitas de hombres son solo para hombres? ¿Entrevistas breves para hombres repulsivos es un libro con el que gozan solamente a los hombres repulsivos? ¿No podemos identificarnos con los capullos?

Pensemos en estos versos de Michel Houellebecq:

"Los hombres sólo quieren que les coman el rabo.

Tantas horas al día como sea posible.

Tantas chicas bonitas como sea posible.

Fuera de eso, les interesan las cuestiones técnicas.

¿Ha quedado lo bastante claro?"

¿Se puede empatizar con alguien que escribe con la polla sin ser un machote como Dick?

Virginie Despentes cree que sí. En el caso de Houellebecq, cuando le preguntamos si lo consideraba un autor misógino o machista, apuntaba: "lo considero como alguien que desarrolla un discurso de súperodio a las mujeres, cosa que es increíble porque cuando lo conoces no es así. Pero también lo considero como el autor de la crítica del machismo de la masculinidad. Su masculinidad es una masculinidad que es enferma y débil. Si lo piensas, es uno de los autores más críticos. No creo que tenga cariño por su discurso de odio a las mujeres, es más bien el síntoma de una masculinidad blanca que no puede ir más allá. Yo creo que deja a sus lectores que piensen lo que quieran, pero en el fondo sabe que el machismo no es bueno. Pienso que es mejor persona [risas]. Se nota en su poesía, donde es más suave. No lo veo como el típico machista, o como Philip Roth: aquí sí tenemos al auténtico macho".

La autora de Vernon Subutex asume la existencia de una gradación: una obra misógina puede no ser machista si contiene suficiente ironía y autoparodia, si el odio a las mujeres resulta lo bastante incómodo.

III.

Misoginia... ¿feminista?

Pensemos, por último, en Divorcio en el aire, de Gonzalo Torné. El personaje de Joan-Marc es una recreación hiperrealista de cierta misoginia intelectualizada y blanqueada por la descripción antropológica de la diferencia entre los géneros. Sin embargo, a la diarrea verbal y filosófica del protagonista se opone la estructura de la novela, que permite al lector gozar de la distancia y la repulsión que exigía Despentes:

"-Mira, los chicos nos hacemos los hombres antes de serlo, sacamos pecho, marcamos paquete, nos desabrochamos el segundo botón de la camisa, porque esperamos que eso os impresione; os hacemos reír, y eso está bien, pero nunca nos habéis creído, somos incapaces de sostener la interpretación. Jugamos a ser el sexo fuerte, pero ahí nos tienes, temblando de emoción ante esos organismos que transportan los elementos indispensables para organizar un paraíso en la Tierra. Ninguna de vosotras entendéis desde vuestro desarrollo gradual lo que supone la detonación a los doce, a los trece, a los catorce de esas bombas de testosterona que queman brazos enteros de neuronas hasta la raíz, que impulsan al vello crecer por todo el cuerpo, que te cambian las facciones a tirones, estamos puestos aquí, entre las sensaciones, para plantar la semilla en el surco carnal y asegurar el relevo. ¿Entiendes?

-No."

La rubrica a esta idea la podríamos encontrar en la interpretación feminista del mismo Philip Roth, alguien que no solo es tildado de misógino por Despentes, sino también por Lionel Shiver —"los personajes femeninos de Roth no son ni de lejos tan completos como los masculinos; muchas veces las mujeres no son más que un montón de cuerpos o, si son exmujeres, errores andantes"—, por Vivian Gornick —la misoginia de Roth es "lava saliendo de un volcán"— e incluso para el mismo David Foster Wallace, quien lo llegó a etiquetar como uno de los tres "Grandes Machos Narcisistas". Pero en contra de todos ellos, Raina Lipsitz, en un artículo para Salon, llega a defender que lejos de demonizar a las mujeres por su naturaleza, las novelas de Roth —con su juego de espejos e ironía canalla— son en realidad una celebración del sexo femenino.

En el fondo, este era el desafío que nos lanzaba una novela como Amo a Dick. Preguntarnos: ¿podemos darle la razón a quienes creen que las literaturas de David Foster Wallace, Michel Houellebecq o Philip Roth son solo dramitas de hombres para hombres y aun así disfrutarlos y resignificarlos en clave feminista? ¿Podemos hablar de buena literatura misógina, como parecía sugerir Despentes?

No hay una única respuesta. Ambas interpretaciones no son excluyentes. Pero está claro que por lo menos se trata de una pregunta productiva, que problematiza nuestros prejuicios y que nos obliga a reflexionar sobre aquello que nos gusta —aunque sepamos que no debería gustarnos— y a preguntarnos qué es lo que hace que nos guste.

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