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El ruido ensordecedor de los niños que susurran en las jaulas

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Imagen: Getty
 

El ruido ensordecedor de los niños que susurran en las jaulas

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/OPINIÓN/ Si huyeron fue para que sus hijos tuvieran una vida mejor. El simple hecho de arrebatarles ese vínculo, de cortar sus lazos, de separarlos con orgullo y desprecio, es equiparable a una amputación, al peor de los crímenes. O como escribe el novelista Emiliano Monge: “es el fin de la empatía. Y así, aniquilando la empatía, desconectando el ser de quien vigila del ser del vigilado, se inauguraron siempre los fascismos”

El ruido es ensordecedor.

Parecen sólo murmullos infantiles, voces que penetran en la noche como si fueran las risas pícaras de unos niños en colonias, pero en verdad representan todo lo contrario. El sonido de esas pequeñas vidas no se parece a la alegría. En todo caso al lamento. ¿Cómo iba a parecerse a la alegría si quien murmulla tiene frío? ¿O si está solo? ¿O si echa de menos a mamá y no sabe ni siquiera cuándo volverá a verla?

La escritora Jaqueline Rose se refiere a este sollozo “silvestre” en las primeras páginas de su ensayo Madres (Siruela), cuando habla de la Jungla de Calais y ofrece datos desastrosos, según los cuales desde el inicio de la crisis de los refugiados en 2015, alrededor de 85.000 niños y adolescentes estarían vagando solos, desatendidos, casi huérfanos, por todo el continente. De esa escalofriante cifra, unos 1.000 vivirían en Calais —1.300 menores no acompañados, de acuerdo con Unicef— apelotonados en tiendas de campaña, sin calefacción, colchones o mantas con los que buscar resguardo. “Algunos murieron cuando intentaban alcanzar la libertad en el Reino Unido”, escribe Rose, “o bien sujetos a los bajos de los vehículos, o escondidos en camiones que —pensaban ellos— podrían llevarlos a Gran Bretaña. Se invocó más de una vez el Kindertransport que salvó a niños judíos alemanes del genocidio al trasladarlos a Inglatera; sin embargo el proceso de admisión de los niños migrantes varados en Calais fue muy lento”.

Jaqueline Rose no arroja las historias de estos críos por casualidad. Lo hace para demostrar el modo en que las miseria se apodera de los más desfavorecidos, hasta el punto de romper lo más humano y humilde que les quedaba: sus lazos familiares.

La ensayista y crítica literaria pone estos ejemplos para que nos demos cuenta de que, incluso ante tanto dolor, muchas veces no somos capaces de entender las raíces del mismo: ¿qué ha tenido que ocurrir con las familias de esos menores para que acaben allí? ¿Dónde están sus padres? ¿Están vivos acaso? ¿Se quedaron por el camino? ¿Les estarán esperando en algún lugar? ¿Cuánto habrán arriesgado para lograr que sus niños pisen suelo europeo pensando que en él todo sería mejor? ¿Qué horrores tuvieron que dejar atrás? ¿Qué horrores les esperan ahora que se han separado de lo que más querían?

En Madres, como el propio título indica, Jaqueline Rose investiga en profundidad el papel de las madres en todo este proceso. Y se encuentra con que, además de condenarlas y menospreciarlas en mayor medida que a los padres, muchas veces esta separación forzosa y esta violencia desmedida hacia sus hijos es asumida como un castigo social. Como un reproche: “vosotras los habéis tenido”, “vosotras los habéis traído al mundo sabiendo cuáles eran las consecuencias”, “la culpa de su miseria sólo puede ser vuestra”.

Tal regocijo ante la agonía de las madres más vulnerables, tal condena social, tal inacción ante lo injusto e inhumano de las separaciones familiares forzosas, es lo mismo que critica Charles C. Camosy en una columna publicada en The New York Times. Su autor no encuentra sentido alguno a que parte de una sociedad y de una clase política —en este caso la estadounidense— sea capaz de llamarse a sí misma “pro-vida” o “pro-familia”, pero a continuación celebre la decisión del gobierno de Donald Trump de separar a las familias migrantes que crucen la frontera, y que incluso meta a los niños en jaulas.

Tanto a las puertas de Europa o como a las de Estados Unidos, que nuestra respuesta sea arrebatarles ese vínculo, cortar sus lazos y separarlos con desprecio de su futuro, es equiparable a una amputación, a un atentado terrorista, al peor de los crímenes.

Para Jaqueline Rose esta inquina es más que palpable. Lo sugiere una y otra vez en Madres: el mayor símbolo de poder de nuestro tiempo es la capacidad de provocar agonía: “No puedo volver a mi país sin mi hijo”, ha dicho a The New York Times Elsa Johana Ortiz Enríquez, original de Guatemala, recientemente separada de su niño. Escuchar el rumor de su agonía es desesperante, porque el miedo que desprenden sus breves palabras demuestra que se ha dado cuenta de la verdad: de que ya no queda lugar en el mundo en el que ella o su familia vayan a ser bienvenidos, ni socorridos, ni tan siquiera respetados.

Tanto a las puertas de Europa o como a las de Estados Unidos, que nuestra respuesta sea arrebatarles ese vínculo, cortar sus lazos y separarlos con desprecio de su futuro, es equiparable a una amputación, a un atentado terrorista, al peor de los crímenes. Como escribe el novelista Emiliano Monge: “es el fin de la empatía. Y así, aniquilando la empatía, desconectando el ser de quien vigila del ser del vigilado, se inauguraron siempre los fascismos”.

El ruido, otra vez, es ensordecedor.

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