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En lo más profundo de él sólo hay mierda y buena literatura

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Imagen: \'The letters of John Cheever\'
 

Leyendo los 'Diarios' del escritor estadounidense descubrimos a un personaje machista, cruel y autodestructivo. ¿Es este el verdadero John Cheever? ¿O debemos leer su obra de no ficción como un juego de máscaras?

Eudald Espluga

13 Julio 2018 06:00

“En la madurez hay misterio, hay confusión. Lo que más hallo en este momento es una suerte de soledad. La belleza misma del mundo visible parece derrumbarse, sí, incluso el amor. Creo que ha habido un paso en falso, un viraje equivocado, pero no se cuando sucedió ni tengo esperanza de encontrarlo”.

Con estas palabras, calculadas al milímetro, empiezan los Diarios de John Cheever. Funcionan cómo una invitación perfecta al viaje que nos espera: el descenso a los infiernos de un genio atormentado. Anuncian el hombre crepuscular que Cheever quería que viésemos en él: una obscenidad prefabricada —aunque no por ello menos auténtica— en la que se mezclan alcoholismo, misoginia, miedo al fracaso, homofobia interiorizada y un ideal familiar en perpetua crisis.

Es cierto. Los Diarios de Cheever son un pozo tan lleno de mierda como de buena literatura. Pero sólo desde esta mezcla tan seductora como repugnante tiene sentido interesarse por ellos. Sería absurdo leerlos por separado, como la trastienda íntima y secreta del ser luminoso que escribió El nadador. La separación entre hombre y obra tiene tan poco sentido como afirmar que era un genio "a pesar de" o "gracias a" su existencia atormentada.

Más bien al contrario: si los Diarios constituyen una obra maestra se debe precisamente a la capacidad que tiene Cheever para presentarnos a un personaje cafre, autodestructivo y cruel que, a pesar de todo, nos conmueve y enternece.

"El verdadero John Cheever"

Hasta ahora, gran parte de la crítica se ha limitado a repetir tópicos sobre la compleja intimidad del autor. "Al desnudo”, “a corazón abierto”, “enorme sinceridad”, “autorretrato brutal”, “vértigo de una existencia abrumadora”. El libro se presenta como una peligrosa incursión hacia las interioridades del escritor, pero lo cierto es que se parece mucho más a un un viaje organizado, de los de pulserita y todo-incluido.

Accedemos a una decrepitud embellecida, contextualizada, manufacturada. Que Cheever no disimule o esconda su mezquindad no quiere decir que su exposición sea menos trabajada. Witold Gombrowicz, uno de los más grandes escritores de diarios, lo dejó bien claro: "el hombre depende de la imagen que se forma de él en el alma ajena, aunque esta alma sea cretina". La autenticidad no es otra cosa que la imposición pública de la propia visión de uno mismo, y escribir un diario forma parte de esta perpetua batalla.

"Después de media vida tengo la impresión de no haber avanzado, a menos que se llame progreso a la resignación. Está el momento erótico del despertar, semejante al nacimiento. Está la luz o la lluvia, alguna ingenua simbología que nos transporta al mundo visible, acaso maduro. Está la euforia, la sensación de que la vida no es más que lo que parece, luz, agua, árboles y gente agradable que se derrumba ante un cuello, una mano, una inscripción obscena en la puerta de un lavabo".

(John Cheever, 'Diarios')

Es posible que Cheever no empezara a escribir sus diarios con la intención de publicarlos. Su hijo, Benjamin H. Cheever, explica en la introducción del libro que estos cuadernos eran material de trabajo para sus obras de ficción, y que no fue hasta 1979 cuando expresó por primera vez su intención de publicarlos. Pero sería tremendamente naíf tratarlos como una simple descripción veraz y objetiva del "verdadero John Cheever".

En sus Cartas, que no quería ver publicadas, sí encontramos vulgaridades de todo tipo. Cheever exhibe un machismo sin filtros: "el único consejo que puedo darle a un joven novelista es que se folle a una buena agente. Que se la folle y, si ella insiste, que se case con ella". Pero incluso allí puede apreciarse un importante trabajo de autocreación, así como el esfuerzo por disputar la imagen que los demás se forjan de él.

"Mientras todos mis amigos están describiendo orgasmos yo sigo con la belleza del lucero de la tarde", escribió el 22 de mayo de 1968, para distinguirse de la literatura que hacían otros autores como Philip Roth. Dos meses más tarde, en otra carta para otro destinatario, reescribió la misma idea: "mientras todos mis amigos están dedicados a meter el dedo y tocar culos yo admiro la belleza del lucero de la tarde".

Eran variaciones de una misma máscara, que Cheever se esforzaba en proyectar. Pero si en las Cartas era un gesto casi inconsciente —"[mi padre] era incapaz de escribir una postal sin encontrarse", explica Benjamin—, en los Diarios constituye un proyecto literario: "confrontar, con indulgencia y compasión, la aterradora singularidad de mi persona".

Borrachos de compasión

En una de sus cartas, Cheever comparaba la euforia que causa el alcohol con la euforia que sentimos ante las metáforas. Quizá es una analogía algo exagerada, pero para el caso nos sirve: si no queremos emborracharnos de compasión por hombres que no existieron, quizá debamos empezar a moderar nuestro consumo de metáforas sobre "escritores profundos" y "genios torturados".

Tomarnos en serio la división entre escritor y autor contribuye a disculpar el imaginario machista, violento y mezquino que encontramos en sus memorias, pero anula completamente el valor literario de sus exabruptos. Supone convertir sus confesiones en una pornografía innecesaria, que nos interpela más como fisgones que cómo lectores.

Pero el valor de los Diarios no depende del grado de morbosidad de sus confesiones. La calidad literaria no es un simple aditivo. Leerlos es una buena oportunidad para dejar de ver a Cheever como un artista profundo y torturado, y empezar a verlo como un escritor que supo presentarse bajo esa imagen.







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