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Opinion No necesitamos escuchar nada de lo que La Manada tenga que decir Lit

No necesitamos escuchar nada de lo que La Manada tenga que decir

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Imagen: Arte PG
 

No necesitamos escuchar nada de lo que La Manada tenga que decir

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/OPINIÓN/ "Si ahora mismo ya hay niños que ven a los miembros de La Manada como ídolos pop, ¿qué pasaría si sus relatos sonaran bien y entroncaran con cierto sentido común de una parte importante de la población? ¿Qué pasaría si sus palabras resonasen en las de tantos otros, en ese 'ella se lo buscó'?"

No se sabe qué televisión ha sido. Ni tan sólo si ha habido alguna propuesta real o si son rumores, pero lo cierto es que con la libertad provisional de los miembros de la Manada parece cada vez más probable que algunos medios se presenten a entrevistarles. La reacción no se ha hecho esperar y ya se ha lanzado una campaña para organizar un boicot a aquellos programas —y empresas anunciantes— que decidan aprovechar esta contingencia para lanzar una exclusiva.

El argumento para justificar entrevistas, programas monográficos o cualquier forma de espectáculo que tenga a La Manada como protagonista —más allá de los motivos económicos obvios— pasa por la libertad de expresión. Es una estrategia que permite situarse más allá de la veracidad y la moralidad de lo expresado, pero que reduce el debate a una oposición falaz entre libertad y censura, como si no hubiera gradación de ningún tipo.

Esta lógica desmerece la censura real, la que se ejerce desde el Estado y sus instituciones, al tiempo que sobredimensiona el rechazo público y privado a servir de altavoz a ciertos discursos. Si las cadenas deciden no entrevistarlos (debido a la presión del movimiento feminista), estamos ante un hecho que no tiene nada que ver con la censura: empresas anteponiendo su interés corporativo a los beneficios posibles de una entrevista de este tipo. ¿En qué sentido se estaría negando la libertad de expresión de los miembros de la Manada?

Además, reducir la libertad de expresión a poder ser entrevistado en los grandes medios no sólo es erróneo, también es peligroso. Supone convertir la defensa de un derecho fundamental en una campaña pública para visibilizar opiniones (mayoritarias) que no han sido censuradas, pero sí repudiadas (en un contexto activista, minoritario). Y contribuye además a cambiar la perspectiva de la discusión pública, como si el problema fuesen las feministas y no el tipo de discurso patriarcal y abyecto que supuestamente estarían censurando.

"Eso es la tele y esto es un juicio"

El problema, sin embargo, es que cuando se cuestiona que La Manada sea entrevistada y que su discurso se convierta en una exclusiva-de-última-hora, lo que se está objetando en realidad es la construcción de un circo mediático alrededor de un tema crucial. Transformar una violación múltiple en un debate abierto con posiciones enfrentadas supone menospreciar el dolor de la víctima, banalizar la gravedad de los hechos y tratar un problema político como una crónica de sucesos.

Que se pagase cualquier cantidad de dinero a los agresores sólo haría que este blanqueamiento fuera más repugnante, pero no cambiaría la naturaleza de los hechos: que se está defendiendo que unos individuos ya condenados deban tener un espacio para discutir la violación desde su perspectiva, estableciendo —a la práctica— una equivalencia simple entre las partes. Si ahora mismo ya hay niños que ven a los miembros de La Manada como ídolos pop, ¿qué pasaría si sus relatos sonaran bien y entroncaran con cierto sentido común de una parte importante de la población? ¿qué pasaría si sus palabras resonasen en las de tantos otros, en ese "ella se lo buscó"?

Las opciones no son censura o Manada. Precisamente porque sus discursos no son minoritarios, ni están silenciados, convertir a un grupo de delincuentes en personajes televisivos resultaría tremendamente lesivo.

En Los 90. Euforia y miedo en la modernidad democrática española (Akal), Eduardo Maura analiza el impacto que el caso de "las niñas de Alcàsser" tuvo en el imaginario de la sociedad española. Muchos lo ven como el nacimiento de la telebasura, puesto que se dedicaron horas y horas de televisión a debatir sobre el caso. Uno de los implicados, Enrique Anglés, apareció una noche en Canal 9 contando ciertas cosas; a la mañana siguiente, compareció ente el juez y contó otras cosas sobre el mismo hecho. El fiscal le reprendió: "usted ayer por la noche decía una cosa y hoy está diciendo otra". A lo que el testigo repuso: "Sí, pero eso es la tele y esto es un juicio".

Maura utiliza este ejemplo para reflexionar sobre el papel de la verdad en la opinión pública. Y es interesante recuperar aquí su reflexión porque cuando los defensores de la libertad de expresar lo políticamente incorrecto esgrimen su "estoy en desacuerdo, pero..." están recalcando que, para el caso, la verdad no importa: que los miembros de la Manada deberían poder expresar lo que quisieran aunque se dedicaran a mentir sistemáticamente.

Pero existe una diferencia fundamental entre poder expresar una opinión equivocada y permitir que estos discursos reconfiguren el debate público. Lo que está en juego no es la veracidad, ni es esto lo que se reprocha. Como explica Maura, la diferenciación entre tele y realidad "no señala una realidad dúplice. Tampoco una asimetría fundamental entre realidad y ficción o entre verdad y apariencia. No es la frase de un alucinado. Más bien, en plena efervescencia televisiva, pone en el centro el problema de la representación".

Está claro que una esfera pública solamente informativa y veraz es una quimera. Nadie ha reclamado esa fantasía. Más bien, lo que se cuestiona son los canales de acceso a la mentira televisiva, a la performatividad del discurso público. La libertad de expresión no nos obliga a legitimar como representaciones válidas opiniones falsas, aunque nos impida censurarlas. Pero la distancia entre una y otra cosa es la que contribuyen activamente a borrar quienes se escudan en el "estoy en desacuerdo, pero...", acusando a los críticos de incurrir en un moralismo dogmático.

Las opciones no son censura o Manada. Precisamente porque sus discursos no son minoritarios, ni están silenciados, convertir a un grupo de delincuentes en personajes televisivos resultaría tremendamente lesivo. Negarles un altavoz es una responsabilidad ética, que no tiene que ver con la verdad o la mentira, sino con el destierro de ciertos discursos peligrosos: si no queremos escucharlos es porque sabemos demasiado bien lo que tienen que decir.




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