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Vivir en un refugio nuclear no es una tontería

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"El el colegio dicen que estamos locos, pero yo creo que estamos haciendo lo correcto, y que los locos son ellos"

Diego Álvarez Miguel

07 Agosto 2017 10:49

En el colegio dicen que estamos locos, pero yo creo que estamos haciendo lo correcto y que los locos son ellos.

Mis padres llevan dos meses hablando de este momento, esperando la cita en la tienda de refugios nucleares. Nos han traído a mí y a mi hermana, como prometieron, y aquí junto a nosotras está Mitsuki Komuro, el agente comercial que nos ha sido asignado.

El trato es personal y exquisito —conocían nuestros nombres antes de que llegáramos— y desde el minuto uno, Komuro prometió que nos iba a dar una alternativa que nos iba a hacer la vida más tranquila.

Después de hacernos unas preguntas y servirnos un té de bienvenida, nos guía a través de las instalaciones explicándonos la historia de la compañía, cómo después de Hiroshima y Nagasaki habían empezado a vender cámaras, refugios, máscaras, cualquier instrumento que pudiera evitar el desenlace que se cebó con aquellas multitudes.

—Todos nuestros esfuerzos se enfocan en que nada como aquello pueda volver a ocurrir —dice Komuro abriéndonos una puerta—. Adelante.

Empezamos por el refugio más barato. Nuestro acompañante dice que, para una familia como la nuestra, no nos lo recomienda especialmente. Los filtros son fabricados en Indonesia y tienen una tasa de fallo bastante grande. Además es pequeño, podría alcanzar los treinta metros cuadrados, y quizá sea muy poco para cuatro personas. Cuesta cuatro millones yenes.

Komuro trata de enseñarnos los secretos que dice nos aseguraran una buena compra.

Hay que tener en cuenta muchas cosas ante una compra como esta —dice con los dedos entrelazados en el pecho—. Hay que valorar la densidad de población que tenemos alrededor de la casa, la duración de un posible ataque, así como la duración de los posteriores residuos que queden en el ambiente. Con este refugio, ante un ataque nuclear medio, yo les auguro una posibilidad de sobrevivir de un 50%.

—Me parece muy poco —dice mi madre.

—Ya lo suponía. Acompáñenme.

Nos hace avanzar por un pasillo muy ancho llenos de fotos en blanco y negro que reflejan algunas de las peores catástrofes del mundo, ya no solo accidentes nucleares, sino también naturales.

El segundo refugio que nos enseña Komuro cuesta nueve millones. Tiene tres habitaciones y una despensa cuyos alimentos entran en el precio.

—Calculo que para cuatro personas tendrían para prácticamente seis meses. En este caso el filtro del aire es de fabricación americana. Con esto tendrían una posibilidad de sobrevivir a un ataque medio-alto en un ochenta por ciento de los casos.

—Me sigue pareciendo arriesgado, señor.

—Cuando les vi entrar esta mañana por la puerta, suponía que así sería. Acompáñenme entonces, vamos a pasar a los refugios premium.

Komuro nos guía de nuevo por un laberinto de salas y pasillos intercomunicados.

—Todos estos pasillos —dice Komuro—, así como el resto de nuestras instalaciones, son prácticamente seguros al 100% ante un ataque nuclear. Lo que les voy a enseñar es un refugio que exprime todo nuestro potencial. Pasen por aquí.

La sala a la que nos adentramos es increíble. Tiene todos los detalles de una mansión de lujo. Televisión de plasma, sofás, una cocina…

—Tiene doscientos metros cuadrados —dice nuestro guía—, está inspirada en los apartamentos de lujo que coronan los rascacielos de Nueva York, aunque un poco más bajos, je je. Aquí son varios los filtros que se utilizan, todos de fabricación suiza, y se complementan entre sí para responder ante cualquier fallo. La seguridad es del 99’99% ante cualquier ataque.

—¿Cuánto cuesta este?

—Aquí tenemos varios precios: desde el básico, que son veinte millones de yenes, hasta el máximo, que incluye una criada para hacer las labores, servicios especiales en el exterior para asegurar la comunicación con otras partes del mundo, así como un boletín informativo constante de la situación. Todo eso está asegurado por unos ochenta millones de yenes.

—Está bien —dice mi madre—, ¿tiene algún catálogo…?

—Por supuesto, subamos arriba a la sala principal y les enseño el catálogo en detalle.

Volvimos atravesando las mismas salas, búnqueres más baratos y pasillos intercomunicados llenos de fotos y un hilo musical casi imperceptible.

Antes de llegar arriba, oímos un fuerte ruido.

—¿Qué ha sido eso? —dice mi padre.

Komuro se encoge de hombros.

Llegamos a la sala principal y vemos, a través de la cristalera, una columna de humo muy densa, la tierra a lo lejos calcinada y los cuerpos tendidos en el suelo de dos familias que estaban esperando para entrar al complejo.

Komuro sacude la cabeza y nos sonríe temblorosamente.

—No se preocupen —dice— vengan conmigo por aquí.

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