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Cómo apoyar la lucha de las mujeres siendo hombre

All animals are equal but some animals are more equal than others.

—Animal Farm, George Orwell

Nací hombre. Así me tocó. Suerte. Pura y mera suerte. Sin embargo, a pesar del privilegio implícito por nacimiento, no considero que mi masculinidad me defina. Soy persona y punto. Una persona que cree que cualquier otra persona —la que sea— es igual a mí.

No vengo a decir qué está bien y qué está mal. Estoy hasta la madre de categorías. Más bien, vengo a aceptar. Vengo a responsabilizarme. Vengo a pedir perdón como parte del género con el que me tocó nacer y a reconocer que soy parte del problema.

Quizá debería quedarme callado y caminar con la cola entre las patas en lo que todo se calma. Pero no quiero que esto se calme. Esto no es cuestión de encontrar a unos cuantos culpables. ¿Cómo van a encontrar a “unos cuantos culpables” en miles de años de culpabilidad?

Platiqué con una amiga sobre lo que está pasando actualmente en la CDMX. En la conversación, se me salió lo publicista y dije “deberíamos de resignificar la palabra PUTO y decir que PUTO no es a quien no le gustan las mujeres, sino el que las agrede”. Ella me contestó: “¿y eso qué va a cambiar?”.

Me da vergüenza. Su respuesta me hizo darme cuenta de que no tengo ni idea de qué hacer para ayudar, y soluciones estúpidas y oportunistas como las de la publicidad que, como buen parásito, se sube al barco solo para vender más y más, no van a impedir que las mujeres dejen de ser asesinadas, violadas, invisibilizadas, menospreciadas y objetivizadas.

El género que me tocó me ha dejado ciego a cualquier cosa que suceda, que no tenga que ver conmigo o con mis pares. Nadie me hizo ver que vivíamos en un mundo de hombres. Mi educación fue andropocéntrica, fomentada tanto por hombres como mujeres. Cuando estás en una postura de poder, cuando estás en la cima, cuando eres el rey, amo y señor del planeta, es difícil ver qué y a quién estás pisando. Por lo tanto, a pesar de que me es complicado, incluso imposible, comprender lo que están pasando y lo que han pasado en décadas, siglos y milenios de abusos, ahora que despierto de mi fantasioso y extenso letargo, me uno a su lucha.

El patriarcado es invisible -para el hombre-, puerco, seductor, escurridizo, camaleónico, “normal”. El machismo, como el parásito, solo busca su supervivencia. La violencia física y verbal es lo evidente. El extremo repugnante, reflejo de los pocos huevos que tenemos. Para cuando somos testigos de violencia física y verbal ya pasaron una, dos, diez, cien, mil, miríadas de conversaciones diarias, bromas, comentarios entre amigos, jefes, padres, entre mujeres mismas, que anulan y agreden al género femenino.

¿Hasta cuándo vamos a permitirlo?

O es que, como a ti no te ha tocado, ¿no vas a hacer nada?

Mujer en la playa

Seamos del nivel socioeconómico que seamos, vengamos de la familia que vengamos o pertenezcamos al género que pertenezcamos, todos somos culpables de reproducir los mismos patrones podridos y virulentos que nos han estado dando en la madre como sociedad y especie. En nuestra necesidad de pertenecer, en nuestro afán por integrarnos, en la asquerosa y patética neurosis del macho, estamos traicionando a nuestras compañeras. ¡Estamos dejando que las maten!

No soy de los que acuchillan Bolsonaros ni de los que salvan migrantes en el Mediterráneo. Soy una persona que escupe palabras como bilis. Palabras muertas. Palabras secas y sin sentido: tolerancia, respeto, consciencia. Palabras prostituidas por el gobierno, la publicidad y la religión. Pero, ¿qué significan? ¿cómo les puedo regresar el sentido? ¿cómo paso de la palabra a la acción?

Mi forma de ayudar no es a través del físico. Ya hay demasiada violencia. Mi trinchera es la cotidianidad y desde ahí elijo operar. Desde ahí apoyaré a las mujeres, pero no de una forma condescendiente ni “bravera” como siempre ha sido, sino a través de nunca más permitir que la violencia contra ellas, en cualquiera de sus matices o variantes, sea visto como algo “normal”.

Cuando hay algo tan inmerso en nuestra cultura como el machismo, si no lo atacamos en el detalle del día a día, en el ejemplo cotidiano y continuo, no hay cambio. Ahí es el campo de batalla: en medio de la línea de fuego. Los medios no han dejado de estar en el tema desde el día de la marcha en CDMX, pero no es tema de conversación ni una preocupación viva, precisamente, en el día a día. La gente se sienta y sigue hablando de los temas empatizantes y cobardes de toda la vida: fútbol, escándalos y políticos corruptos. Traigamos una y otra y otra vez el tema a la sobremesa, al bar, al WhatsApp. ¡Traigamos el tema a todos lados!

Estamos empezando a revertir la historia de la humanidad y se necesitan acciones drásticas para tiempos largos. Va a tardar y va a doler. Miles de años viviendo de cierta forma, no se cambian de la noche a la mañana, pero hay que empezar.

Cambiemos de paradigma. Nos urge una actualización de sistema. A ningún lugar vamos a llegar si seguimos así. A nuestra autodestrucción si acaso.

Rompamos fronteras, una tras una, hasta que ya no exista un él y ella, un yo y tú, un nosotros y ustedes; hasta que pasemos de un mundo de hombres para hombres, a un mundo de todos para todos.

Decidamos detener -y desaprender- la violencia heteronormativa y patriarcal de generaciones pasadas para promover, en las nuevas, un esquema que funcione para todos sin importar su género, raza, nivel socioeconómico o preferencia e identidad sexual.

Entendamos que venimos del mismo lugar; que somos el producto de una misma fuente. Llámala Dios, naturaleza, caos. Llámala como quieras, da igual: somos lo mismo.

Algunos, muchos, miles, millones, podrán hacerse tontos a sí mismos y pensar “yo soy más que tú porque soy caucásico o porque soy rico o porque soy guapo o porque soy hombre o porque soy católico”, pero por más tonto que te hagas a ti mismo, tu mentira nunca va a ser verdad. No eres más que nadie. Nadie es más que tú.

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