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Opinion Ni alternativa ni moda: por qué solo puedes ser antifascista Now

Ni alternativa ni moda: por qué solo puedes ser antifascista

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Ni alternativa ni moda: por qué solo puedes ser antifascista

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Hay una raya en el suelo. Y no es difícil decidir de qué lado estar

La extrema derecha hoy no te va a venir a romper una botella en la cabeza para hablarte de pijamas de rayas. Te pondrá antes una canción de pop -mejor si su significado no tiene nada que ver o incluso es contrario a sus planteamientos teóricos, como sabe Coque Malla- que a Wagner y por supuesto te dirá antes de quedar para ver a la selección en pantalla gigante que para quemar sedes de sindicatos.

No es que no se atrevan, es que perdieron una guerra mundial. Y algo de estigma queda.

Sin embargo, el paso del tiempo ha difuminado perversamente las etiquetas. Si bien la ultraderecha ha tratado por todos los medios de blanquearse, su actual embriaguez autoperceptiva ya deja algunos toscos intentos por legitimar algunas posiciones. Vox tratando de apropiarse del calificativo 'facha' es eso.

A esta época de pseudorrebeldía del '¿soy facha? ¡pues soy facha!' hemos llegado con un término, el antifascismo, que evocaba pereza y desactualización fuera de los círculos politizados. Incluso dentro de estos a menudo era simplemente un básico con poca capacidad propositiva. Siempre es más fácil saber lo que no quieres que lo que sí.

Así, y contextos pasados diversos y actual crecimiento de los ultras mediante, hemos pasado de tener derechas liberales explícitamente antifascistas en interés de la democracia y el libre mercado a derechas temerosas. A Churchill, aunque nunca dijo la famosa frase sobre los antifascistas, le daba menos miedo el ejército nazi bombardeando su país que a Pablo Casado diez mil asistentes a un mítin de Vox. El líder del PP se ha apresurado a decir que comparte valores esenciales con ellos y con Ciudadanos.

La Constitución italiana es otro buen ejemplo de erosión de un cenit de sentido común antifascista. En su disposición XII "prohibe toda forma de reorganización del disuelto partido fascista" y establece, aunque sea durante no más de cinco años desde 1948, "limitaciones temporales al derecho de voto y a la elegibilidad para los jefes responsables del régimen fascista". Es decir, la ley suprema de un país cogobernado por un político imputado por secuestro de personas al no dejar desembarcar 177 migrantes en un puerto italiano es explícitamente antifascista.

Por el camino ha parecido perder sentido la frase atribuida al primero partisano y después presidente socialista de la república italiana Sandro Pertini: "el fascismo no es una opinión, sino un crimen".

Pero quizá eso ha sido hasta ahora. En el último año, con el intento actual de desborde de la ultraderecha, el dique antifascista se ha abierto camino en el espacio mainstream volviendo a ser lo que era: no cosa de estudiantes de Ciencia Política ni de centros sociales, sino un mínimo en democracia. Su mayor éxito ha sido romper también el discurso del "ni ultraderecha ni antifascistas" que el mismo Trump trató de reeditar el verano pasado con su famoso "many sides". La cuestión, para espectadores neutrales ajenos al cinismo alt-right, es que había un cadáver al término de una marcha supremacista en Charlottesville y era el de la antifascista Heather Heyer.

Esa misma semana, grupos fascistas intentaron adueñarse del estado de shock que dejó en Barcelona el atentado de Las Ramblas.

Pasaron dos cosas. Fueron expulsados de la calle por una multitud antifascista que gritaba un 'No Pasarán' que ya nadie puede tomar por un lema solo adaptable a hace ochenta años. Y en prime time, en directo, fueron llamados varias veces por su nombre, fascistas, por la directora de Más Vale Tarde Mamen Mendizábal.

En primavera, en la localidad italiana de Pavia, elementos de extrema derecha -las sospechas recaen en Forza Nuova y CasaPound- se dedicaron a marcar las puertas de las casas de personas de izquierdas con un adhesivo con la frase "Aquí vive un antifascista". La acción, que recuerda a la de la señalización de comercios judíos hace décadas, se volvió en contra de los intimidadores. No solo hubo alguna respuesta como el cartel "Señores fascistas, por favor no pongan ninguna pegatina. Ya sé, y estoy orgulloso, que soy antifascista", también se viralizó una contracampaña diseñada por uno de los escritores superventas de Italia, el historietista Zerocalcare.

La revitalización, -a través del masivo éxito de la serie La Casa de Papel- de 'Bella Ciao', siete décadas después de ser cantada por los partisanos mientras liberaban a Italia de los nazis, también es positiva. Más que típicamente descontextualizada y monetizada por un producto capitalista, la ganancia política es indudable: por el aborto en Argentina, en el desembarco en Barcelona del Open Arms, en protestas de la comunidad gitana por la intención de Salvini de elaborar un censo racista o incluso cantada a la cara de este último por los pasajeros de su mismo vuelo, su expansión entre personas cuyos abuelos quizá ni habían nacido en la época partisana es un hecho.

La última demostración de normalización de la democracia ha ocurrido hace unas horas en Valencia. Si el año pasado la extrema derecha intentó imponer el miedo agrediendo -con las cámaras en directo- a los manifestantes de la convocatoria democrática del 9 de octubre -Dia de la Comunitat Valenciana-, ayer ese mismo acto hizo historia con 15.000 antifascistas en la calle. Ya son un tercio más de los asistentes al mítin de Vox de los que llevamos hablando tres días.

Ser antifascista, además de sinónimo de suelo ético, de mínimo democrático exigible, no es ya un mero nicho activista. El papel de los periodistas es clave. No solo mediante un posicionamiento activo que evite la normalización de la ultraderecha -como apunta en este artículo Nuria Alabao- sino a la hora de combatir la equidistancia. Las many sides de las que hablaba Trump son en España las más de dos décadas que llevamos asistiendo a la equiparación entre agresores y antifascistas en todo tipo de tertulias. Ni Guillem Agulló ni Aitor Zabaleta ni Carlos Palomino murieron en ninguna pelea entre tribus urbanas.

Syd Shelton

Con mayor foco de los medios, lo antifascista debería también perder -y así lo está haciendo- parte de su lastre sombrío y violento. Ser antifascista no ha sido mayoritariamente ninguna de esas dos cosas. La juventud británica que puso el cuerpo contra los agresivos National Front y British National Party que avanzaban en pubs, conciertos, barrios y estadios a finales de los setenta lo hizo también bailando, socializando, divirtiéndose. Es el caso del festival Rock Against Racism que organizó la Anti-Nazi League en Londres hace cuarenta años: 100.000 personas viendo en Victoria Park, entre otros, a los Clash pre-London Calling. Cómo surgió -en gran parte como reacción a unas declaraciones racistas de Eric Clapton y a las ambigüedades autoritarias, por así decirlo, de David Bowie- nos habla también de un movimiento explícitamente joven y diverso. Entre momentos legendarios como el concierto que The Specials dieron en el carnaval antifascista de Leeds en el 81 y el poderío de confluencias como Madrid Para Todas, que acabó con "la imaginería del chico blanco vestido de negro y con capucha", dejando paso "a un antifascismo a todo color, a todo género y a cara descubierta, firme pero sonriente", hay una línea de vida perfectamente visible.

Enfrente, en este caso, estaba un colectivo neonazi que cree que en Madrid se debe bailar chotis y no reguetón. A ver quién es el anticuado y quién sobra aquí.

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