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Reportaje
03 Octubre 2019 00:56
La mayoría de las personas trans y travesti no logra terminar el colegio. Esta institución en Buenos Aires busca cambiar esta situación
En el barrio de Chacarita, en el quinto piso de un edificio que está a metros de un gran cementerio y una estación de tren, funciona desde hace ocho años un bachillerato popular creado especialmente para que las personas travesti-trans puedan terminar la escuela. Se llama Mocha Celis, en honor a una travesti tucumana que no sabía leer ni escribir y murió asesinada, según sospechan sus compañeras, por un policía.
En mayo de 2012, cuando las clases en ‘el Mocha’, como lo llaman sus estudiantes, recién habían empezado, el Congreso argentino aprobó la Ley de Identidad de Género, que permite que las personas trans cambien su nombre y su género en su identificación personal sin tener que pedirle permiso a un juez o hacer una consulta médica o psicológica. Pero aunque Argentina tenga esta ley, la situación de las personas trans sigue siendo desesperante.
La expectativa de vida está entre los 35 y 40 años y la mayoría tiene problemas para terminar la escuela y acceder al trabajo y la salud: casi el 60% de las mujeres trans y travestis no terminó el nivel secundario (que en Argentina es obligatorio por ley), según un estudio realizado por los y las estudiantes del Mocha para el libro La revolución de las mariposas. Otro informe muestra que 7 de cada 10 mujeres trans se sintieron alguna vez discriminadas por sus compañeros de clase y 4 de cada 10, por docentes y directivos.
En Argentina, no hay obstáculos legales para que las personas trans vayan a la escuela pero, ¿quién querría ir a un lugar donde (entre varias otras cosas) te llaman por un nombre con el que no te identificas?
“Todavía hoy nos pasa que nos llaman de otras escuelas y nos dicen: tengo a una persona que es así, me parece que en tu escuela va a estar mejor, y la derivan”, cuenta Francisco Quiñones, uno de los fundadores del Mocha. Pensemos qué pasa con situaciones como esta fuera de Buenos Aires, donde no existen experiencias como el Mocha Celis: si no tienen apoyo de sus familias y de la escuela, es muy fácil que las personas trans y no binaries se queden afuera del sistema educativo. Esto, para Francisco, tiene que ver con que “la educación tradicional es heteropatriarcal, machista y asume la heterosexualidad de estudiantes y docentes”.
Cuando Francisco y su amigo Agustín Fuchs fundaron el Mocha Celis, lo hicieron pensando en crear una escuela donde pudieran cursar las travestis y trans de las zonas prostitucionales de Buenos Aires. Por eso, decidieron que las clases no podían ser de noche -como sucedía en otros bachilleratos de la ciudad-, porque eso las iba a obligar a elegir entre la escuela y el trabajo, sino a la tarde. Además, pensaron que nadie más iba a querer estudiar con ellas. Por suerte, estaban equivocados: de 150 estudiantes, hoy el 45% son trans, travestis o no binaries. El resto son madres solteras, mujeres mayores de 50 años, migrantes, afrodescendientes. Todos y todas parte de las comunidades más excluidas por el Estado argentino.
El Mocha es distinto a cualquier otra escuela y eso no es solamente por sus estudiantes. “Nuestro paradigma de trabajo es un conocimiento construido entre pares, no de arriba hacia abajo”, explica Francisco. Como otros bachilleratos populares, lleva adelante un proyecto de educación popular. “Todo el tiempo repensamos nuestra propuesta educativa con les estudiantes, nosotres aprendemos al mismo tiempo que elles aprenden. Es al mismo tiempo una pedagogía de la liberación y una construcción colectiva del conocimiento con perspectiva de género”. Entre sus docentes, casi la mitad son personas trans o no binarias. Una de ellas es Quimey Ramos, que en 2017 fue noticia en Argentina por hacer su cambio de género en mitad del año mientras era maestra de escuela primaria.
Aunque el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires paga los salarios del equipo docente, no se hace cargo de ningún otro gasto. “Eso hace que estemos todo el tiempo pensando en cómo conseguir el dinero para pagar la luz o el gas”, cuenta Francisco. El Estado tampoco paga los salarios de otros profesionales, como psicólogos, psicopedagogos, trabajadores sociales, etc., que son fundamentales en una experiencia como ésta. Hoy todo eso se sostiene con donaciones y con actividades que organizan para juntar fondos. Este año, por ejemplo, se juntaron con una pequeña marca local que produce prendas de denim con cooperativas de trabajo y lanzaron una línea de jeans sin género. El 25 % de las ganancias se usarán para armar una sala de computación en el bachillerato.
Para sus estudiantes, el Mocha es una segunda casa. “Acá hay una ducha si necesitan bañarse, pueden festejar sus cumpleaños, y también es su espacio de formación, de reunión, donde proponen talleres, desde joyería hasta electricidad, para tener un oficio”, cuenta Francisco. Lo dice sentado en medio de un aula que funciona como espacio de guardería para quienes necesitan ir a cursar con sus hijos. También dan talleres de cine y diversidad, de gastronomía, de diseño de indumentaria, de defensa personal. “Todo eso -dice- hace que nosotros podamos ampliar nuestra mirada y construir una escuela cada vez más diversa”.
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