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Food
Imaginó su restaurante como un director de cine imagina su película y le han dado el Oscar del diseño: "No quería a nadie castigado contra la pared"
15 Enero 2018 12:03
No fue premeditado, pero fui a comer al restaurante más bonito del mundo y me enamoré del restaurante de al lado. Fue el resultado de un combate justo entre amor y estómago sin posibilidad de empate técnico.
Hay que recalcar que el título honorífico de “restaurante más bonito del mundo” no me lo saco de la chistera. Así lo testifica la última edición de los International Design Awards. Lo que vendrían a ser “los Grammy o los Oscar del diseño” se decantaron por el restaurante Alkimia del chef Jordi Vilà. Era como ganar Miss Mundo, pero sin banda, corona ni tacones altos.
Evidentemente generaba una pregunta instintiva:
¿Cómo era un restaurante para ser considerado el más bonito del mundo?
Y otra pregunta más racional:
¿La comida del restaurante más bonito del mundo estaría a la altura?
Sin llamada telefónica ni reserva previa me acerco al primer piso del número 41 de la calle Ronda Sant Antoni de Barcelona. Al cabo de unos segundos, una voz femenina abre la puerta por el interfono.
Bajo la apariencia de la típica escalera del barrio del Eixample, donde otrora vivían las familias más aburguesadas de la sociedad catalana, se esconde sin publicidad ni fuegos artificiales el templo más bonito del mundo. Después de subir unos pocos escalones, se accede a un recibidor más cercano a la ciencia que a la cocina.
Una serie de probetas larguísimas de laboratorio con tonalidades multicolor llenas de esqueletos marinos te dan la bienvenida como un órgano descomunal recibe al feligrés en una catedral.
No hay pista de trabajadores ni camareros. Sólo una puerta a mano izquierda y otra a mano derecha. Parecía el incicio de un scape room con una pequeña diferencia: no quería escapar porque venía con mucha hambre.
Mis primeras pisadas son sobre suelo hidráulico con figuras geométricas que cambian según la dirección de los pasos. Todo sin necesidad de gafas 3D.
Al no tener reserva me sugieren amablemente la opción de comer “al lado”. Por un momento pienso que me invitan a marchar con elegancia británica. Nada más lejos de la realidad. Me cuentan que Alkimia tiene un hermano pequeño. Se llama Al Kostat (“al lado” en catalán, pero con la K de Alkimia) con poco más de 5 mesas en la sala anterior al restaurante más bonito del mundo.
Para llegar me dicen: "solo tienes que seguir la espina". Sigo sin entender nada. Me indican que mire al techo y un colosal esqueleto de ballena blanca conecta con el comedor.
En su página web se puede leer que Al Kostat es “una cocina más del día a día que convierte el acto de comer en un festival de cotidianeidad”. Para calibrar lo cotidiano, consulto la opinión unánime de tres expertos.
Pau Arenós resalta que “es un espacio secreto a la vista que comparte los servicios del restaurante con estrella, pero sus precios son de asteroide (…) Es posible comer como un rey destronado. (…)". Philippe Regol no le va a la zaga: “Vuelvo y vuelvo a Al Kostat cuando tengo la necesidad de comer sin que me cuenten muchas historias y sin paripés (…) Los barceloneses aún no han acabado de enterarse de que existe". Matoses no baja el listón: "En los bocados más sencillos es donde mejor se aprecia la capacidad y talento de un gran cocinero. Jordi Vilà, en estado de gracia".
Tomo asiento en la única mesa libre. El sitio impresiona y al cabo de 35 minutos ya sé que volveré con cámara y micrófono para hacer este reportaje. Todo lo que viene a continuación ya forma parte de mi segunda visita. Cuando el restaurante más bonito del mundo ya no era mi prioridad. Ahora lo era su cocina y, sobretodo, su cocinero.
Jordi Vilà y el TERCER ELEMENTO
“¿Por qué no apareces más en los medios?”, le pregunto a Jordi Vilà ya como periodista y no como cliente. “¿Y por qué si?". Me responde a la gallega con otra pregunta. Una bofetada de realidad merecida por pensar solo en mi oficio. Al rato, razona con atino: “No me imagino un concurso de médicos en televisión para ver qué cirujano opera mejor. Me gusta ser más serio con mi oficio”.
La mala costumbre nos hace pensar que ser cocinero implica dar la cara en televisión y es una gran mentira. “Parece que uno tenga que justificarse porque la mayoría de cocineros aparecen en los medios. Tengo el contador de mi ego personal a cero. No quiero ir a ninguna parte porque estoy donde quiero estar haciendo feliz a la gente. Me gusta ser lo más anónimo posible y que me dejen tranquilo”.
Como el tiempo apremia vamos al grano y le pregunto por el galardón que ha recibido el interiorismo de su restaurante: "Este premio me alegra un montón". Relata con pasión la intrahistoria del lugar: "Quería poner la cámara en cada una de las sillas donde se sienta el cliente. Cuando ves una película hay un director que ha puesto la cámara donde tiene que ponerla para mostrar algo con fuerza. No quería a nadie castigado contra una pared como en mi anterior restaurante. No quería que faltara belleza".
Un restaurante no es un negocio fácil. Una vez un famoso cocinero me dijo que el primer consejo que daba a los jóvenes para abrir un restaurante era que no lo abriera. Jordi Vilà tiene muy claras las dos grandes carencias de los restaurantes actuales:
“Primero: no son un modelo de negocio porque no dan beneficios. ¿Por qué tengo que dar de comer a 50 personas con los problemas que acarrean 50 personas? Doy de comer a 15 y tendré el control total porque todo pasará por mis manos. Segundo: la parte emocional. Yo he sufrido con mi restaurante lleno de turistas y con una sola mesa de clientes locales. Sufro porque es malo para el cliente local y malo para el turista. Se genera un ambiente frío casi aséptico. Pero cuando te pones en según qué precios, los restaurantes de todo el mundo tienen este mismo problema”.
Lograr que todo fluya para los de aquí y para los de allá sin caer en la palabra más sobada de 2017: turismofobia. Eso sí, el instagrammer que pretenda comer gratis aquí a cambio de una foto artificial que se vaya olvidando. En Al Kostat se llega por el boca oreja y se come disfrutando como un enano con platos que dan valor a la cocina tradicional catalana: “Mi cocina mira en un 90% hacia el mar, hacia el agua. No es una cocina de carne. Aquí se lucha al cien por cien una croqueta igual que un plato elaboradísimo”.
Una oda a la croqueta. Y a la tortilla y a la sopa de cebolla y a la judía verde y a los macarrones y –también– al flan. “Yo me pongo detrás del producto y no delante”. En este comedor uno se quita el corsé de los restaurantes con estrella a centímetros de un restaurante estrellado. Es raro, pero funciona porque al final todo se reduce a lo mismo: buena o mala cocina. “Hay cocineros con cocinas que no me las creo. Me creo al cocinero y sé de lo bueno que es capaz, pero muchos hacen una cocina que realmente no les gusta”.
Entramos de pleno en el terreno de las obsesiones que fija ingredientes como tatuajes en la piel: “Creo que sí que tengo algún ingrediente fetiche. Me gusta hablar del tercer elemento en la cocina. En un plato intento dar información de dos cosas con armonía. Todo para llegar al tercer elemento que da el chispazo. En mi cocina el chispazo lo dan los cítricos y el sabor ácido”.
Eso es la acidez de una galanga o de un tamarindo. El tercer elemento suena a película de ciencia ficción, pero siempre será mejor que el término “rock n’roll” que tanto daño hace. “Y luego tengo un producto que me persigue. La berenjena asada hace 20 años que está presente en mi cocina. A la brasa o al fuego. Los seres humanos tenemos el sabor de la brasa grabado a fuego”.
Por último, le pido un ejercicio mental: "Elige un solo plato de tu carta que reúna todo tu universo. Algo tan bonito como el restaurante más bonito del mundo".
“Ahora hacemos un rodaballo o lenguado con suquet de tallarinas, berenjena escalivada y limón curado. He logrado incorporar todas mis obsesiones en un solo plato que sube a un altar el sabor del pescado”. Y eso es lo curioso de los buenos cocineros. Que pasan de lo bonito a la obsesión en un chispazo.
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