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Artículo “No quiero que me traten como a un bebé. Soy un niño grande, mierda” Lit

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“No quiero que me traten como a un bebé. Soy un niño grande, mierda”

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Imagen: Arte PlayGround
 

Frédéric Beigbeder recuerda su mayo de 1968. Tenía sólo dos años, jugaba en la hierba con otros niños pijos y odiaba ser un bebé

Luna Miguel

08 Mayo 2018 13:33

Nadie se acuerda de lo que hacía con dos años y medio. Nadie, excepto el escritor Frédéric Beigbeder. Él, que según declaró en su último libro quiere ser inmortal —o al menos, dentro de lo que cabe, llegar hasta más allá de los cien años— ha escrito un cuentecito en Libération sobre sus recuerdos del mayo de 1968, momento justo en que su cuerpo se encontraba en plena transición de bebé a niño.

Se escribe poco sobre esa transición que puede ser tan dura como la adolescencia, pero él ha querido retratar desde las apacibles calles de Neully-sur-Seine. Cual buen hijo de buena familia y de buen barrio de las afueras de París, escribe invitado por el periódico para recordar al pequeño Frédéric y confirmar que aquella fecha del 8 de mayo —la histórica, sí, pero también la íntima— supuso verdaderamente un terremoto.

Así, mientras afuera en las calles de la capital francesa los estudiantes de clase media y los policías se enfrentaban entre gritos y reclamos de libertad, Frédéric se encaró a su propia policía, la materna, que con su voz severa le obligaba a dormir la siesta cuando él, en verdad, sólo quería jugar.

«Es hora de una siesta, dice mamá. Pero yo no quiero dormir […] Lloro de rabia y de impotencia. Quiero jugar con mi hermano. No quiero que me traten como a un bebé. Soy un niño grande, mierda: ¡no necesito dormir a las 2:30 p.m! […] La puerta de mi habitación está cerrada. Después de cinco minutos de furia dejo de chillar. […] Puedo ver un trozo de cielo azul a través de la ventana. Seco mis lágrimas y dejo de retorcerme en vano. Presiono mis párpados para revelar nuevas visiones geométricas, que gradualmente se convertirán en un sueño. Es la primera vez que renuncio a la revolución, pero no la última».

En realidad, lo que el autor de El amor dura tres años dibuja en estas líneas es sólo una metáfora de los acontecimientos que en la memoria colectiva sucedieron con más gloria que pena. Son recuerdos que no existen. Son imágenes que se imagina, porque al final, más que una celebración de la revuelta, su texto se acaba convirtiendo en una oda a todas las causas perdidas. Esas, quizá, son las únicas que de verdad nos representan.

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