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Sobre el odio a la mujer pública

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La semana pasada Amarna Miller compartió en Twitter una denigrante y amenazadora carta que había recibido. Analizamos qué se esconde tras su violento mensaje

Eudald Espluga

11 Agosto 2017 14:00

Las categorías son tranquilizadoras: ordenar las cosas, catalogarlas, darles nombre. Nos acomodamos en el mundo reduciendo lo informe de nuestros desos, impulsos y emociones a conceptos reconocibles.

Por eso nos asustamos frente a figuras como la de Amarna Miller.

Lo innombrable de su condición confunde e intranquiliza. No solo porque su mera presencia convoque un inconsciente social que en nuestro día a día creemos poder dejar al margen, sino porque en hacerse pública —en tomar la palabra, en mostrarse comprometida—, Miller abre una herida en nuestra identidad, un desgarro que nos obliga a pensar en el trabajo sexual desde el poder y las estructuras de dominación que lo conforman: los mecanismos de visibilización e invisibilización, las lógicas de su representación mediática o los dispositivos de saber que lo delimitan.

También, por supuesto, de las formas de violencia con las que tiene que negociar. Razón por la cual la semana pasada Miller compartía este tuit con una carta que había recibido.

Se trata de un mensaje que es, al mismo tiempo, una amenaza y un sermón, pero sobre todo la sistematización incoherente de un odio brutal.  

Es fácil ver en este silogismo enloquecido un esfuerzo por resolver la disonancia cognitiva que le genera al autor el hecho de excitarse sexualmente con aquello que desprecia. Sus definiciones y distinciones terminológicas son una forma de racionalización, un mecanismo defensivo para volver aprehensible aquello que se le escapa, aquello que no puede categorizar.

Sin embargo, y a su pesar, la fijación en llamarla "puta", acaba por revelar la importancia de que las mujeres —y especialmente las trabajadoras sexuales— se conviertan en mujeres públicas.


El odio como síntoma

No tiene sentido tratar como una excentricidad un mensaje de esta índole, en el que leemos un balbuceo incoherente, violento y de lógica demencial, que es dirigido a una mujer por el mero hecho de dedicarse al trabajo sexual. No lo tiene porque la expresión de esta violencia es el resultado de una construcción social. Porque el marco en el que se produce, y las vías  a través de las que se formula no son inocentes.

Como discutimos aquí a propósito de un polémico estudio que pretendía abordar la violencia contra las mujeres dejando de lado el machismo, no podemos atender cada femicidio particular, señalando las causas multifactoriales que explicarían las motivaciones de cada asesinato, sin referirnos a la estructura política e ideológica que posibilita esta violencia.

Por ello, este correo a Amarna Miller también debe entenderse como parte de la guerra que se está librando contra las mujeres. Una guerra en la que se trata de forma especialmente cruel a las trabajadoras sexuales.

Básicamente, porque las argumentos que se desarrollan en el mensaje no son un delirio marginal, sino los que podría defender cualquier hijo sano del patriarcado: que las mujeres no pueden disponer libremente de su cuerpo en la esfera productiva; que la violencia es un medio legítimo e incluso deseable para normalizar las conductas; que la autonomía sexual de las mujeres es moralmente deleznable; que el trabajo sexual es incompatible con la dignidad humana.




Pero no solo esto: también se responsabiliza a la víctima de la humillación recibida, así como de toda violencia que pueda sufrir.

Viriginie Despentes, en su Teoría King-Kong, advertía de lo peligroso que es el silencio en estas situaciones: "guarden sus heridas, señoras, porque podrían molestar al torturador. Hay que ser una víctima digna. Es decir, que sepa callar. La palabra les ha sido siempre confiscada."

De hecho, el contenido de la carta podría reducirse a esto: Miller es culpable por haberse expuesto. De muchas maneras, de todas las posibles: escribir, hacer porno, comprometerse políticamente, discutir sobre todo ello a la vez y hacerlo a la luz pública.

Pero sigamos con Despentes: "emanciparse, hacer lo que no debe hacerse, ofrecer la intimidad, exponerse a los peligros de ser juzgado por los otros, aceptar la exclusión del grupo. Más en concreto, como mujer: convertirse en una mujer pública. Ser leída por cualquiera, hablar de aquello que debe permanecer en secreto, exhibirse en los periódicos...En conflicto permanente con la posición que se nos asigna tradicionalmente: mujer privada, propiedad, mitad y sombra del hombre."

La acusación es clara; y la condena, inevitable: Amarna Miller es una mujer pública.


 

La escritura de la puta

Como se ha señalado muchas veces, no es casual que, a diferencia del hombre, una "mujer pública" sea una prostituta, una puta. Palabras que están marcadas, que demonizan una profesión. Según afirma Itziar Ziga en Devenir perra, "para la opinión publicada, solo se puede ser puta, perra o zorra cuando otro lo dice, no cuando una lo exclama."

Sin embargo, si dejamos de lado la importancia que ha tenido para el feminismo la apropiación del concepto de "puta", para entender esta invectiva contra el trabajo sexual podemos reseguir la misma etimología que se propone el correo: la que que conecta la pornografía con la prostitución.

El término "pronografía" deriva de los vocablos griegos "porné" y "graphos", que en su traducción literal vendría a significar algo así como "la escritura de la puta". Y aunque muchos ensayistas pasan conscientemente por alto esta genealogía, otros, como Jordi Claramonte, la destacan para señalar que históricamente la pornografía ha consisto precisamente en esto: en narraciones en las que una puta cuenta su historia. 

En su libro, titulado Lo que puede un cuerpo —que es una expresión del filósofo Spinoza que Annie Sprinkle convirtió en lema—, Claramonte trata de explicar los motivos por los cuales el carácter público de la pornografía presenta un desafío.

Entonces, ¿por qué es tan peligrosa Amarna Miller? ¿Por qué hay quien siente la necesidad de combatir a la mujer pública con esta virulencia?

De entrada, la pornografía presentaba una amenaza porque, en sus inicios, se trataba de una forma de sátira: literatura picaresca que proponía una crítica feroz a las convenciones y a la hipocresía de los altos estamentos de la sociedad. Su valor político era intrínseco. Se reducía a una serie de ataques directos a la moral de la iglesia y de la monarquía, "exponiendo sus libertinajes y socavando así la base de legitimidad moral de la que aspiraban a dotarse".




La pornografía sigue siendo peligrosa porque demuestra, como dice Claramonte, "la viabilidad social de una moralidad absolutamente inconvencional y desvinculada de consideraciones morales o religiosas de algún tipo. [...] explorar un dominio ficcional específico y autónomo que inevitablemente supone una invitación al viaje a un mundo de deseos y relaciones que no sólo son diferentes a las establecidas, sino que planean prácticamente su inversión sistemática."

Pero se trata simplemente del hecho de que abra nuevos imaginarios o que reviente los esquemas normalizadores que limitan el uso de los placeres. La pornografía es amenazadora en la medida que permite que la mujer pública asuma su sexualidad como un conjunto de prácticas autónomas: que se adueñe de su sexo, de su cuerpo, de su condición de mujer. Que pueda liberarse del tutelaje y las estructuras de dominación que la convierten en un objeto o, con suerte, en un sujeto pasivo.


¿Quién teme a Amarna Miller?

La escritura de la puta es, por lo tanto, la asunción pública de aquello que no solo había sido escondido, reprimido y negado, sino que además había sido utilizado para estigmatizar y dominar a las mujeres, para hacerlas responsables de su situación precaria.

La escritura de la puta es, frente a la "persona de provecho", celebración del placer improductivo; frente a la "vara", insubordinación y autonomía; frente al "fuste torcido" que es la mujer, liberación del deseo; frente a la estructura patriarcal, inversión de las relaciones de poder; frente a la demonización del trabajo sexual, transgresión de los imaginarios heternormativos; frente a la invisibilización, afirmación de la mujer pública.

No es difícil entender, pues, que la carta que recibió Amarna Miller no es una excepción, ni tampoco una anomalía.

Sus argumentos no hunden sus raíces en la supuesta patología de su autor, sino en el miedo: encuentran su fundamento en la aversión que sentimos hacia todo aquello que amenaza nuestra identidad social cotidiana y desafía los fundamentos sobre les cuales se asientan nuestros privilegios.




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