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Artículo Capitalismo sin complejos ni excusas: la revolución de Deirdre McCloskey Lit

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Capitalismo sin complejos ni excusas: la revolución de Deirdre McCloskey

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¿Las ideas son el motor de la historia? Esta tesis, repetida por gurús y teóricos de la creatividad, en manos de Deirdre McCloskey se convierte en una teoría política a favor de la burguesía

Eudald Espluga

26 Marzo 2018 11:59

Si alguien nos dijera que “las ideas cambian el mundo. Lo mejoran. Lo hacen más rico”. Si acto seguido añadiera que “en la actualidad hay más libertad y menos pobreza, más progreso y menos enfermedades, más paz y menos hambrunas”, podríamos pensar que quien nos habla es Steven Pinker o a Richard Florida. Creeríamos que pertenecen a cualquier gurú del capital creativo insuflado por la filosofía de Silicon Valley. Nos imaginaríamos incluso ante una receta habitual: una olla llena de optimismo; dos cucharadas de humanismo, otra de capitalismo y un puñado de argumentos científicos para darle sabor; todo cocido lentamente al fuego de la desigualdad.

Pero no. Quien sostiene estas ideas es una figura extraña a la épica empresarial del progreso. Una intelectual tan oscura como brillante. Su nombre es Deirdre N. McCloskey, y se define como “feminista aristotélica episcopal cuantitativa pro-libre mercado y posmoderna”. También como ex marxista, economista, historiadora, cristiana y libertaria. A diferencia de la mayoría de pensadores, no tiene problemas en abrazar la incoherencia e incluso la contradicción, y repite la máxima de Keynes: “cuando obtengo informaciones nuevas cambio de opinión. ¿Qué haces tú?”.

Confundir su discurso con el de las nuevas estrellas intelectuales podría ser hasta cierto punto ofensivo. Ella se ríe de Pinker y de lo que considera una defensa darwinista del progreso y la ilustración: su naturalización de nuestra realidad política le parece no sólo inaceptable, sino además equivocada. Sin embargo, lleva sus tesis mucho más allá del liberalismo blando de los “nuevos optimistas”: afirma que la burguesía es un sujeto revolucionario y que el progreso es resultado de sus virtudes —libertad, dignidad, prudencia, justicia, templanza—.

Nacida en 1942, Deirdre McCloskey es historiadora y economista. Ha escrito 18 libros y ha publicado más de 400 artículos académicos que abordan una multiplicidad insostenible de temas. Abandera el apellido de su madre, la poeta Helen McCloskey. Tiene dos hijos, tres nietos y un perro llamado William Shakespeare. Durante muchos años fue una de las figuras claves de la Escuela de Chicago: trabajó con Milton Friedman en la Universidad de Illinois y se encargó de preparar a los ‘Chicago Boys’ —los economistas que diseñarían e implantarían las medidas neoliberales en el Chile de Pinochet—. Pero no se arrepiente: “ni Friedman ni yo enseñamos a acorralar a izquierdistas en los estadios y a dispararles”.

En 1995 tomó una de las decisiones más radicales de su vida: cambiar de género. Un año más tarde se sometería a una operación de reasignación y, desde entonces, ni su marido ni sus dos hijos volvieron a dirigirle la palabra. Lo cuenta en Crossing: a memoir, libro en el que también aborda su transición desde una perspectiva filosófica. Aunque siempre se sintió mujer, rechaza todo esencialismo. No cree que “hombre" y "mujer” sean categorías estáticas.

Pero si merece la pena hablar de la obra de McCloskey no es sólo por su extraña trayectoria, sino porque el suyo no es neoliberalismo de garrafón

Pero si merece la pena hablar de la obra de McCloskey no es sólo por su extraña trayectoria, sino porque el suyo no es neoliberalismo de garrafón. Estamos acostumbrados a que los teóricos oficiales y oficiosos del establishment se muestren visiblemente acomplejados a la hora de defender el capitalismo. Su estrategia es casi siempre consecuencialista: se limitan a echar la mirada hacia el pasado para enumerar los grandes logros que nos ha deparado este sistema. Quizá hemos hecho muchas cosas horribles, parecen decir, pero mira qué bien nos ha ido.

Ella, por el contrario, se desentiende de la defensa oportunista y pasa al ataque. Argumenta en favor del capitalismo desde una perspectiva moral. La burguesía, como clase que aglutina las ideas transformadoras de este sistema, encarna “la prudencia de comprar barato y vender caro, pero también la de comerciar en lugar de invadir, la de calcular las consecuencias”. No debemos demonizar la búsqueda de beneficios materiales. Los intereses —estigmatizados como individualistas e insolidarios— cumplen una función ética importantísima: contener las pasiones y los impulsos destructivos del hombre.

Pero a diferencia del cientificismo de Pinker y otros autores que acuden a la biología para sustentar sus tesis normativas, McCloskey se aleja de la retórica experta. De hecho, rechaza todo materialismo explicativo, no sólo el marxista. Cuando afirma que las ideas son las que mueven el mundo —aquellas ideas nacidas en la libertad de pensamiento que ofrece el desapego burgués, en un entorno de tolerancia, prudencia y templanza—, lo dice en serio: “nuestras riquezas no las produjimos apilando un ladrillo sobre ladrillo, sino poniendo idea sobre idea. El capital fue necesario, pero también la presencia de oxígeno”.

Pero que su defensa del liberalismo sea honesta y estimulante no la hace menos repulsiva para la izquierda: todavía hoy considera un acierto la intervención neoliberal en Chile. No sólo no ve la desigualdad como un problema, sino que afirma que esta únicamente se puede lograr por vía indirecta, a través del crecimiento económico. Para justificarlo, recurre incluso a la reductio ad Venezuelam: “hay que mirar un país como Venezuela y contrastarlo con Chile. ¿Qué es lo que queremos: una tiranía (que es la única manera de lograr la plena igualdad), que termina en pobreza para todos, como en Cuba o Corea del Norte, o una sociedad libre y prospera?”

Quizá McCloskey tenga razón. Quizá combatir la desigualdad sea un error político. Quizá las condiciones materiales no sean tan determinantes como hemos querido creer. Quizá vivimos en el mejor de los mundos posibles, y deberíamos abrazar agradecidos el capitalismo. Quizá las ideas son el motor de la humanidad y el mercado es la única forma de liberar nuestra creatividad.

O quizá no. Quizá sea otra teoría salvaje que sobredimensiona las virtudes burguesas y se niega a entender que las ideas no se dan en el vacío. Pero por lo menos con ella podemos discutirlo sin la retórica mesiánica de la especie, ni la mística del optimismo.

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