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Cabe más horror en un rostro que en un cuerpo ensangrentado

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El libro 'Guardians of the Spoon' es al mismo tiempo la representación del horror y una reflexión sobre cómo acercarnos a las imágenes de un genocidio

Eudald Espluga

23 Mayo 2017 14:36

Ante la exposición pornográfica de las imágenes de atentados, guerras y masacres, ¿cuántas veces hemos sido forzados a desviar la mirada, a cambiar de canal, a cerrar la pestaña? ¿Hasta qué punto la náusea provocada por la contemplación de cuerpos desmembrados y niños ensangrentados ha bloqueado toda empatía posible?

Georges Didi-Huberman, uno de los mejores teóricos de la imagen, reflexiona sobre ello:

«Nunca la imagen se ha impuesto con tanta fuerza en nuestro universo estético, técnico, cotidiano, político, histórico. Nunca ha mostrado tantas verdades tan crudas; nunca, sin embargo, nos ha mentido tanto solicitando nuestra credulidad; nunca ha proliferado tanto y nunca ha sufrido tanta censura y destrucción. Nunca, por lo tanto –esta impresión se debe sin duda al carácter mismo de la situación actual, su carácter ardiente–, la imagen ha sufrido tantos desgarros, tantas reivindicaciones contradictorias y tantos rechazos cruzados, manipulaciones inmorales y execraciones moralizantes.»

Es en este contexto que debemos entender la aparición del libro Guardians of the Spoon, (que puede leerse de manera gratuita aquí), resultado de un trabajo colaborativo que une al fotógrafo Manca Juvan con el periodista Sasa Petejan y el historiador Urska Strele. Su proyecto está centrado explicar, a través de los testimonios de los supervivientes, la historia poco conocida de los campos de concentración dirigidos por fascistas italianos, donde fueron apresados y asesinados miles de eslavos.

Sin embargo, su objetivo no es simplemente el de recuperar la memoria de este genocidio, por muy importante que esto sea, sino que tras su trabajo late una preocupación teórica y política. Sus autores son conscientes del hecho que elaborar un mero recopilatorio de datos no sirve de nada: ¿qué diferencia hay entre hablar de 8.500 víctimas o hablar de 8.700? ¿qué diferencia entre 5 y 6 millones de muertos? Por ello, decidieron centrarse en solo unas pocas de estas víctimas: la historia personal de alguien con nombres y apellidos, la expresión de su cara, las emociones que encarna.

Esta decisión, además, supone tomar partido en el debate sobre la recepción de las imágenes del horror. En el prólogo, el filósofo pop Slavoj Zizek se pregunta: “¿Cómo nos deberíamos acercar a las fotos de los campos de concentración fascistas? ¿Qué hay allí para que veamos nosotros?”

O, para decirlo con las palabras del mismo Didi-Huberman: "¿a qué tipo de conocimiento puede dar lugar la imagen? ¿Qué tipo de contribución al conocimiento histórico es capaz de aportar este 'conocimiento por la imagen'?"

Del mismo modo que los listados de cifras de muertos son inertes, y difícilmente nos conmueven, la exposición de imágenes demasiado duras puede generar una reacción de repelencia y anular el efecto que se espera de ellas. Los retratos del genocidio, por necesidad ética y política, por puro compromiso humano, deben invitarnos a mirar en lugar espantarnos.

En el caso del holocausto nazi, esta problemática ha dado lugar a dos tradiciones encontradas, que discuten cuál es la mejor forma de enfocar su representación. La película de Lázló Nemes, El hijo de Saúl, se presentó a sí misma como la síntesis necesaria de estás dos perspectivas: emocionaba ocultando y mostraba sin representar directamente. La cámara, centrada en el rostro de Saúl, el personaje protagonista, inauguraba una nueva estética más humanizadora para plasmar en la pantalla lo inimaginable de los hornos crematorios.

Así, el libro propone toda una nueva experiencia de recepción: no solo deja de lado la crudeza y la exhibición de lo terrible, centrándose en la representación serena de rostros y pasaijes, sino que corta las páginas por la mitad, ofreciendo así la posibilidad de una lectura interactiva que recombine testimonios e imágenes. 

Los autores del libro saben que la representación del horror no es solamente un problema estético o filosófico: es un problema político. No hay nada meritorio en mostrar una realidad atroz dado que, además, resulta éticamente inoperante. Y tampoco podemos limitarnos a aducir frívolamente autenticidad documental o justificarnos en una poética de la veracidad.

Por todo ello, Guardians of the Spoon es una apuesta huamana: es un libro que quiere ser leído porque debe ser leído.


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