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Serpientes en la cama y muertes sin sentido: así son nuestros sueños más sórdidos

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El diario de sueños 'Noches sin noche y algunos días sin día', del surrealista Michel Leiris, es también una heterodoxa autobiografía

Eudald Espluga

15 Junio 2017 06:00

Soñar es morir inesperadamente.

Es encontrarse ante una muchedumbre curiosa, de la que creemos formar parte, contemplando con ellos violentas e injustificadas ejecuciones para, luego, descubrir horrorizados que el verdugo nos mira y que seremos los siguientes.

Decía Louis Ferdinand Céline que ni siquiera servimos para pensar la muerte que somos, pero el diario de sueños de Michel Leiris, Noches sin noche y algunos días sin día, nos enseña a pensar esa muerte incontrolable que son los sueños.

Porque, nos dice Leiris, soñar es estar muerto o pasearse por un hospital, acercándote a los enfermos y confundiéndote con ellos: es ser sus vísceras dañadas, sus secreciones hediondas, la carcoma vírica de sus tejidos viscosos.  Soñar es también anticipar la muerte.

Por ello, Michel Leiris se sacrifica. Cada noche se ofrece en holocausto a sí mismo, para poder gozar de esa segunda vida que Gérard de Nerval consideraba que era el sueño.

El lúcido relato de escenas fantasmagóricas o directamente macabras, rescatadas del pozo de la consciencia, nos sugiere que Leiris vive esta segunda vida en estado de permanente vigilia, anotando con la precisión de un geómetra lo inconcebible de sus delirios:

12-13 de abril de 1923. Una tarde, al entrar en mi habitación, me encuentro a mí mismo sentado en la cama. De un puñetazo, acabo con el fantasma que me ha robado la apariencia”.

Sin fecha. (Duermevela). Un árbol con tres ramas (que son serpientes) golpea en el cristal de mi ventana, vestido con un traje de confección y un falso cuello de esmoquin.

Un poco más avanzada la noche, un perro –al que imagino tumbado entre el colchón y el somier de mi cama– resulta ser en realidad un largo reptil de bronce cuyas púas, inclinadas como las de un puercoespín, atraviesan mi piel”.

Publicado en su versión definitiva el año 1961, Noches sin noche y algunos días sin día se extiende desde el 15 de marzo de 1923 hasta el 7 de noviembre de 1960.

Las fechas son importantes:  será Michel Leiris –junto con Robert Desnos–  quien despertará el interés por lo onírico entre los surrealistas. En 1924, André Breton incluirá esa preocupación como uno de los puntos programáticos del movimiento en su Manifiesto surrealista:

Creo en la fusión futura de estos dos estados, en apariencia contradictorios, que son el sueño y la realidad, en una especie de realidad absoluta, o suprarrealidad”.

La expresión de Breton es ajustada. No les interesaba los sueños en tanto que fenómeno psicológico. Es cierto, habían leído a Freud y, como confesaría Leiris tras la publicación de su diario, el descubrimiento de los actos fallidos o la teorización del inconsciente les había abierto otras puertas para la investigación de sí mismos.

Sin embargo, el proyecto de Leiris es diferente. Para él, indagar el continente onírico, arrojarse a su abismo, era una forma de autoexploración.  

Noches sin noche y algunos días sin día forma parte de su proyecto de una autobiografía poética, una autobiografía extrema y heterodoxa que tiene su correlato en La edad del hombre, a medio camino entre la novela y las memorias, y La regla del juego, un extenso trabajo etnográfico.

Podemos decirlo sin vergüenza alguna: se trata de un viaje de autoconocimiento. Influidos por la cultura de la autoayuda, tendemos a creer que el autoconocimiento es una perorata new age que hiede a incienso y a flores de Bach. 

Pero conocerse a uno mismo –o contemplarse con “el ojo carnoso”– resulta espantoso. Leiris entiende que se trata de un gesto escatológico y, siguiendo el programa de su maestro George Bataille, se abre en canal, exponiéndose “lúdicamente a importantes sacudidas, a violentas depresiones, a súbitas ruinas, a crisis de angustia tan intensas que parecen orgíacas”.

12-13 de julio de 1940. […] Introduzco la cabeza, como con la intención de mirar, dentro de un orificio bastante parecido a un ojo de buey que da a un lugar cerrado y sombrío […] Mi angustia se debe a que, al inclinarme hacia ese espacio cerrado que sorprendo en su oscuridad interior, me estoy asomando a mí mismo”.

Sus sueños son sórdidos, obscenos, el reflejo de una subjetividad mancillada.

La trama de su vida onírica se construye sobre sus instintos patológicos, inscribiéndose en la transgresión constante de lo prohibido. Para Leiris, soñar forma parte de lo heterogéneo de nuestra existencia, junto con la fiesta, los ritos, los duelos, las guerras o el arte.

Su viaje interior es, entonces, un naufragio, y el autoconocimiento al que aspira no podremos encerrarlo en la tranquilidad de la tautología, en la rima consonante de una galletita de la suerte.

Los sueños de Leiris son el testimonio de un desgarro, una herida abierta en la que nos implora que hurguemos.

Noches sin noche y algunos días sin día nos invita a asomarnos a su abismo, a intuir que, quizá, si lo intentamos también nosotros, descubriremos en nuestro interior un agujero negro igual de frío, oscuro e inquietante.

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