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6 pruebas irrefutables de que no necesitamos amor romántico

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Las memorias de Vivian Gornick nos deslumbran con sus ideas en torno a la relación entre el amor, el trabajo, la educación y el papel de las mujeres en la sociedad

Eudald Espluga

14 Mayo 2018 13:19

Es necesario acabar con el amor romántico. Destrozar sus mitos, socavar sus fundamentos, romper con el yugo ñoño que somete a la mujer. El objetivo es claro y, sin embargo, cada vez que nos proponemos llevarlo a cabo, nuestro cuerpo reacciona violentamente, resistiéndose. Es una tensión íntima y paradójica que está en el corazón de las memorias de la escritora Vivian Gornick, que esta semana ha visitado Barcelona con ocasión del festival Primera Persona.

"Mi madre decía que el amor era lo más importante en la vida de una mujer", explicaba en una entrevista para El País. "Yo crecí con esa premisa de que el amor redime, que completa la vida de una fémina..., cuando en realidad ese mensaje del amor encarcela tu mente, el espíritu y hasta las ganas de trabajar: es un enemigo económico de las trabajadoras”.

En sus libros, Gornick no ofrece recetas simples. Por el contrario, propone una lenta genealogía de su educación sentimental que va calando en la lectura. Casi sin darnos cuenta, entre anécdotas e historias de su pasado, nos encontramos con ideas programáticas que nos explotan en las manos.

La prosa sosegada, dispersa y nostálgica se condensa inesperadamente en reflexiones que sintetizan un malestar muchas veces inefable. ¿Cómo explicar que eso que vivimos con tal urgencia y necesidad tampoco es tan importante? Gornick consigue poner palabras a los límites del deseo, a la incertidumbre de vivir en las afueras del amor romántico, incluso cuando has sido una niña que esperaba a su príncipe apasionado y escribía Amor con mayúscula,

Os dejamos con una selección de las mejores observaciones que pueden leerse tanto en Apegos feroces como en La mujer singular y la ciudad, ambos publicados en castellano por la editorial Sexto Piso:

Sobre el amor romántico

«Conforme fueron pasando los años, comprendí que el amor romántico estaba inyectado como un tinte en el sistema nervioso de mis emociones, entrelazado a conciencia en el tejido del deseo, la fantasía y el sentimiento. Atormentaba a la psique, era un dolor de huesos; se incrustaba con tal profundidad en la naturaleza del espíritu que hacía daño a la vista contemplar sus enormes consecuencias. Sería un motivo de sufrimiento y de conflicto durante el resto de mi vida. Atesoro mi corazón endurecido —durante todos estos años siempre lo he atesorado—, pero la pérdida del amor romántico todavía puede desgarrarlo».

Sobre la desaparición del amor romántico

«La desaparición del sentimiento de amor romántico es un drama que muchos de nosotros conocemos y, por consiguiente, nos creemos capaces de explicarlo. Esclavos de la intensidad generada por la pasión, investimos el amor con poderes transformativos; imaginamos que, bajo su influencia, podemos convertirnos en personas nuevas, incluso plenas. Cuando la deseada transformación no se materializa, las esperanzas ligadas al enamoramiento se disuelven con desesperación. La aventura de haberse sentido conocido en presencia del amante se diluye y se convierte ahora en angustia de sentirse expuesto».

Sobre sexo, deseo y necesidad

«Acostarse con un hombre significaba comenzar a ahogarse en la necesidad. Un contrapeso era absolutamente, no relativamente, sino absolutamente necesario».

Sobre la madurez sexual

«Aprendí que era sensual, pero que no buscaba la sensualidad; que gozaba con los orgasmos, pero que la tierra no temblaba bajo mi cuerpo; que podía prolongar la obsesión erótica durante más o menos seis meses, pero que sabía que la emoción se apagaría. En una palabra: hacer el amor era sublime, pero no lo era todo para mí».

Sobre deseo y consentimiento

«Un hombre me estaba presionando para que hiciera algo que no quería hacer, y presionándome de un modo que nunca habría empleado con otro hombre: me estaba diciendo que no sabía lo que quería».

Sobre la falta de deseo

«La gente se ríe de mi porque parece que no quiero nada; ni conozco el nombre de nada, ni soy capaz de diferenciar las imitaciones de lo auténtico, lo elegante de lo mediocre. Mi desinterés no se debe a unos principios morales elevados: es más bien que las cosas siempre me han provocado pánico; mi inquietud es una consecuencia de la incomodidad un poco cateta ante el color, la textura, la abundancia, el glamour, la diversión, el juego. Toda la vida me he apañado con poco porque las 'cosas' me ponen nerviosa».









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