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A la clase obrera sí le importa

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A la clase obrera sí le importa

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Sería un error combatir a la ultraderecha desde sus categorías de clase, aceptando no sólo su diagnóstico, sino también el esencialismo de su marco mental. La clase obrera no es —ni ha sido nunca, como nos recuerda Rancière— una clase homogénea, unitaria en sus intereses, siempre idéntica a sí misma

Que a la clase obrera no le importan los carriles bici se ha convertido en un consigna recurrente, con aspiración de argumento general, que tiene muchas variantes: a la clase obrera no le importa si los condones son veganos, si llevar burka puede ser feminista o si el Capitán América nunca ha sido afroamericano.

Es una fórmula efectista, que hoy utiliza tanto la izquierda políticamente incorrecta como la ultraderecha, y tiene, por lo menos, una doble función. Por un lado, pretende ser un ataque contra el academicismo posmoderno, que habría corrompido la lucha proletaria con sus conceptos elitistas —"nomadismo", "sujetos fluidos", "postantropocentrismo"—, dividiendo así a los trabajadores en frívolas luchas identitarias y allanando el terreno al neoliberalismo.

Por el otro, sirve como ejercicio de repliegue ideológico hacia el eje de clase. Si a los trabajadores no les importan los carriles bici es porque tienen otras luchas más importantes: están preocupados por la subida del alquiler o la crisis de las pensiones. Sin embargo, se trata de un repliegue muy particular, ya que tanto su lucha como su identidad pasan a ser representadas bajo el signo de lo material y lo económico, mientras que el ecologismo o el feminismo, por contraposición, pasan a ser mistificaciones culturales que no encajan con su análisis general de la explotación.

Bajo esta óptica, la clase obrera se convierte en poco más que un eslogan propagandístico: una masa uniforme, sin género ni racialización, cuya única y exclusiva motivación es la supervivencia económica. Gracias a esta simplificación, pueden aparecer discursos obreristas como los de Kayne West, que resultan especialmente cuestionables si atendemos al "giro proletario" de ultradrecha europea.

La Internacional facha baila al ritmo de este reduccionismo antiacadémico.

Proletarios a secas

Lo más inquietante, sin embargo, es que esta retórica nacional-obrerista está calando también en la llamada izquierda rojiparda que, en vez de combatirla como una simplificación equivocada y peligrosa, ha decidido disputársela electoralmente a la ultraderecha.

Incluso Francis Fukuyama, el ideólogo neocon, está criticando las políticas de la identidad y pidiendo el retorno del socialismo. Todo converge en un mismo volantazo reaccionario de la izquierda, que sólo puede entenderse atendiendo al análisis, mil veces repetido, según el cual la vitoria de Trump y el Brexit se debieron al voto de castigo del varón-blanco-hetero-rural contra una izquierda universitaria y urbana que se habría olvidado de ellos. La lógica es simple: para evitar que triunfe la venganza redneck, pretenden encabezar ellos la contrarreforma, aunque esto implique abrazar el cierre de fronteras o la venta de armas a Arabia Saudí.

Éric Fassin ha desmontado estadísticamente este mensaje en su libro Populismo de izquierdas y neoliberalismo, señalando que: primero, no fue el electorado más empobrecido y rural el que favoreció a Donald Trump; segundo, que el voto no era tránsfugo, sino que procedía de sectores que ya eran conservadores; tercero, que el problema electoral de la clase obrera estadounidense sigue siendo el abstencionismo, no la ultraderecha.

A pesar de todo, esta caricaturización del proletariado ha sido —y sigue siendo— una tentación permanente del análisis marxista, que durante mucho tiempo se ha esforzado en ignorar tanto la composición heterogénea de la clase trabajadora como la diversidad sus intereses.

"No sé si es deliberado o si realmente son estúpidos y están convencidos de que seguimos habitando un mundo industrial", apuntaba Rosi Braidotti en una entrevista, refiriéndose al marxismo-leninismo de autores como Zizek o Badiou, para quienes, todavía hoy, "el feminismo es de madres y la raza no existe". Desde los estudios de género, han dejado claro que no se trata de un problema cultural, sino analítico: querer analizar la clase obrera sin atender a "toda la esfera de las actividades centrales para la reproducción de nuestra vida, como el trabajo doméstico, la sexualidad, la procreación" es, como explica Silvia Federici en El patriarcado del salario, un error que nos impide comprender el funcionamiento de la explotación en el capitalismo.

"La clase obrera no es —ni ha sido nunca, como nos recuerda La noche de los proletarios— una clase homogénea, unitaria en sus intereses, siempre idéntica a sí misma"

Lo peor de todo es que este ideal estático de obrerismo ni tan solo se ajusta a la realidad de los trabajadores que pretenden representar. Es lo que trató de demostrar el filósofo francés Jaques Rancière en su monumental La noche de los proletarios. Archivos del sueño obrero (Tinta Limón Ediciones, 2017), y lo que nos convendría recordar hoy.

La nueva noche de los proletarios

Publicado por primera vez en 1981, el libro culminaba la investigación histórica que se desarrolló a lo largo de siete años. Rancière quiso testimoniar las principales manifestaciones emancipadas —periódicos, diarios, poemas, cartas, reflexiones sobre el oficio— de los obreros que trabajaron entre los años treinta y cuarenta del s. XIX: para ellos, sacrificar el descanso nocturno para dedicarse al trabajo intelectual y creativo era una forma de subversión contra el capital y sus estrategias de dominación.

El objetivo de Rancière era romper con la imagen monolítica del proletariado, y por ello se puso a estudiar un periodo fundamental para la formación de la clase obrera —el Manifiesto comunista de Marx y Engels data de 1848—. Quería enseñar aquella imagen que la historiografía oficial había considerado siempre como no representativa: la de unos obreros que tomaban la palabra para expresar deseos y puntos de vista que no se correspondían con la identidad obrera que les era supuesta.

Debemos tener presente el contexto en el que Rancière escribió este libro. Tras los hechos de mayo del 68, autores de referencia como Louis Althusser promovieron un giro conservador de la doctrina marxista, que empezaba a ver el feminismo y la lucha por los derechos civiles [sic] como peligrosos movimientos que podían fragmentar [sic] la lucha socialista. El filósofo francés, que era discípulo de Althusser, no se sentía cómodo con un análisis de clase tan maniqueo, basado en el estereotipo de "lo obrero", y se dedicó a investigar los "proletarios secretamente enamorados de lo inútil", que vivían con una "doble e irremediable exclusión de vivir como obreros y de hablar como los burgueses".

"La historia de estas noches proletarias querría justamente suscitar una interrogación sobre ese celoso cuidado de preservar la pureza popular, plebeya o proletaria. ¿Por qué el pensamiento docto o militante ha tenido siempre la necesidad de imputar a un tercero maléfico —pequeñoburgués, ideólogo o sabio— las sombras y las opacidades que dificultan la armoniosa relación entre la conciencia de sí y la identidad en sí de su objeto popular?"

Precisamente porque hoy no podemos renunciar al análisis de clases, es más necesario que nunca recordar los escritos de Rancière, de Federici o de Davis. Sería un error combatir a la ultraderecha desde sus categorías de clase, aceptando no sólo su diagnóstico, sino también el esencialismo de su marco mental.

La clase obrera no es —ni ha sido nunca, como nos recuerda La noche de los proletarios— una clase homogénea, unitaria en sus intereses, siempre idéntica a sí misma; en consecuencia, ni los carriles bici ni cualquier lucha que se ponga como ejemplo del declive posmoderno de los intelectuales debería ser vista como una desviación pequeñoburguesa, intelectualoide, culturalista, sino como una de las muchas pruebas de que el proletariado ha sido siempre mucho más plural, en su composición y en sus intereses, de lo que algunos pensadores marxistas habrían deseado.

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