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El dudoso mito del conquistador universal

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Edgardo Dobry ha publicado 'Historia universal de Don Juan. Creación y vigencia de un mito moderno' (Arpa), donde explora las variaciones históricas del arquetipo donjuanesco

Eudald Espluga

14 Julio 2017 13:00

(The adventures of Don Juan)

Conoces la escena. Él está a su lado, casi de rodillas en el suelo. La está mirando fijamente, con los ojos llorosos y suplicantes. No oyes el tono de su voz, pero puedes imaginarlo: grave, humilde, melifluo. En un extraño ejercicio de sinestesia, puedes incluso oler lo artificial de la inversión de roles que se está produciendo, degustar lo falso del traspaso de poderes que se está representando.

Es el ritual del Don Juan. Él, postrándose cínicamente a los pies de su amada; él, hablando de su inenarrable sufrimiento; él, convenciéndola de lo eterno de su amor. Los engranajes de la seducción están a la vista y chirrían horriblemente.

Toda la pantomima, toda la artificialidad: la conoces perfectamente, y te recuerda a los telefilms de después de comer, a un imaginario romántico trasnochado, casposo y pasado de moda. Asociamos el Don Juan con la cursilería del cortejo, con la figura emblemática de unos convencionalismos que ya no nos sirven para explicar cómo nos amamos —ni cómo nos engañamos—.

Pero aunque no seamos conscientes de ello, participamos del arquetipo donjuanesco mucho antes de que seamos capaces de poner nombre a nuestro deseo inconstante, a lo irregular de un propósito que solo puede verse debidamente encauzado en la perversa precisión de nuestra voluntad de dominio.

De acuerdo. De entrada, Don Juan es el mujeriego, el conquistador insaciable que persigue a las mujeres según una lógica deportiva. Quiere ganar a toda costa, derrotar al equipo contrario: hacerlo por goleada y en el menor tiempo posible.

Sin embargo, ¿puede ser este viciado espíritu de conquista un esquema cultural universal?

El libro de Edgardo Dobry, Historia universal de Don Juan, parte precisamente de esta premisa.

Con su extensa investigación, muestra cómo la transversalidad cultural del mito parece asegurada por lo incierto de su origen. A diferencia de otros grandes arquetipos, como el Fausto, Hamlet o Don Quijote, en el caso de Don Juan no tenemos un Goethe, un Shakespeare, un Cervantes. Está presente, casi siempre con los mismos rasgos, en las distintas culturas europeas, pero nadie ha conseguido cuajar el arquetipo en un personaje que haya eclipsado a todos los demás.

Por ello, la pregunta sigue en pie: ¿quién es Don Juan?

¿Es el burlador de Sevilla de Tirso de Molina? ¿Es el Don Giovanni de Mozart? ¿El Valmont de Chaderlos de Laclos? ¿el Don Juan Tenorio de Zorrilla? ¿El Don Juan de Peter Handke?

Podríamos describir estas figuras: hablar de su insatisfacción permanente, del sentimiento de falta que arrastran, de su perpetua búsqueda sin objetivo. También de su sádico orgullo, de la necesidad que sienten de apaciguar su desasosiego existencial mediante ese rito de asalto y ocupación que es el cortejo.

Son figuras trágicas porque su falta no puede ser rellenada. Su galantería retoza en el fango de lo absurdo por cuanto que las mujeres son contempladas como trofeos sin valor que deben ser igualmente atesorados. En palabras de W.H. Auden, el problema está en que su goce no radica en lo sexual, sino en lo aritmético. Por ello, "el tormento de Don Juan radica en que, sin importar lo grande que sea el número de mujeres que ha seducido, este será siempre un número finito, y él no descansará hasta alcanzar el infinito".

Este querer lo infinito es una pasión que nos interpela: todos anhelamos la imposibilidad de un deseo absolutamente satisfecho.

(Captura de 'Broken flowers', de Jim Jarmusch)

Sin embargo, cabe plantearse hasta qué punto el mito de Don Juan está inextricablemente unido a un conjunto de significados e imágenes que lo condenen a ser simplemente un universal masculino. Todos los grandes referentes que ayudan a construir y perpetuar el mito son hombres-muy-hombres a cuyo alrededor las mujeres orbitan como pequeños satélites. 

Seducir, en esta visión testosterónica, es dominar, conquistar, arrebatar, invadir, asaltar y violar. El lenguaje bélico del donjuanismo, tanto si se refiere a lo físico como a lo psicológico del deseo, nos remite a una masculinidad hipertrofiada. No es necesariamente casposa, pero incluso en sus versiones más sofisticadas la cuestión del género no se puede soslayar de esta lucha por el poder.

Además, no se trata solo de un tema de representación del personaje. Si nos fijamos en los principales escritores que han trabajado el tópico, siguiendo el estudio de Dobry, nos damos cuenta de que todos son hombres: Tirso de Molina, Molière, Zorrilla, Baudelaire, Flaubert, Pushkin, Byron, Apollinaire, Dumas, Juan José Saer, Chaderlos de Laclos, Anouilh, Handke o E.T.A. Hoffmann.

Quizá la única mujer que adopta activamente el papel de Don Juan es la protagonista de Las amistades peligrosas, la Marquesa de Merteuil. Para seducir a Valmont, le invita a empezar el juego de engaños cruzados que constituye la esencia de la novela. Sin embargo, su forma de encarnar el mito consiste precisamente en traspasar los poderes del donjuanismo a su títere y cómplice, Valmont. De hecho, la inversión de papeles es tan evidente que incluso la adaptación cinematográfica que hizo Milos Forman en 1989 se titula simplemente así: Valmont.  

(Captura de 'Valmont', de Milos Forman)

¿Podemos, pues, seguir hablando de universalidad?

Para otro hombre, el filósofo danés Soren Kierkegaard, el donjuanismo es lo que define nuestra existencia inmediata en el mundo.

Somos volubles, inconsecuentes y veleidosos. Nos aferramos a los placeres terrenales, a la física del placer, porque no somos capaces de poner distancia entre nosotros y el deseo. Así, en la medida que el donjuanismo se referiría a nuestra incapacidad para lo ético, según Kierkegaard no sería más que un estadio de nuestro desarrollo existencial que debe ser superado.

En este sentido, si despojamos al mito de sus toneladas de testosterona, el donjuanismo puede referirse simplemente a lo que Edgardo Dobry llama "la plasmación, en cada ocasión momentánea y provisoria, del impulso por alcanzar alguna forma duradera y consolidada de identidad y de satisfacción; como silueta de la ansiedad, de la errancia y recomienzo, alimentados por la imposibilidad de sostener el deseo una vez se ha poseído un objeto."

Así, espiritualizar el Don Juan, entender que se trata de una forma de habitar el mundo y relacionarse con el deseo, es aquello en lo que debía convertirse el donjuanismo. El objetivo es dejar atrás al burlón, al cazador y al fanfarrón, porque la inmadurez de la voluntad es algo que no podemos escoger: es nuestro destino, nunca un proyecto.

 


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