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Feminismo aguafiestas: apología de la violencia contra los hombres

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Feminismo aguafiestas: apología de la violencia contra los hombres

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¿Es verdad que el feminismo es un movimiento violento que, en su voluntad por cambiar las cosas, acaba produciendo un "cataclismo emocional"? Y, en todo caso, ¿debería serlo?

“Lograr que la gente se sintiera incómoda era la clave del feminismo. Si queremos que una persona, o una sociedad, haga cambios drásticos, tiene que haber un cataclismo mental o emocional”. Con estas palabras Jessa Crispin anunciaba en su polémico manifiesto Yo no soy feminista (Libros del Lince) su rechazo a un feminismo de corte universal: a su modo de ver, cuando el feminismo es "para todo el mundo", no resulta suficientemente radical como para transformar la sociedad.

Sin embargo, si una cosa nos ha quedado clara este año —que por muchas razones ha sido el año del "feminismo para todo el mundo"—, es que por más mainstream que este se vuelva, sigue incomodando, y mucho. Porque tras el #metoo, una de las preocupaciones del varón blanco heterosexual es cómo convivir con las mujeres ahora que "todo puede ser considerado abuso sexual". Denuncian que el debate se ha recrudecido demasiado, que se ha perdido el sentido del humor, traspasando los límites de la civilidad, y solo queda un estúpido lamento: "ya no se podrán hacer bromas en la cena de Navidad".

Pero, ¿es verdad que el feminismo es un movimiento violento que, en su voluntad por cambiar las cosas, acaba produciendo un "cataclismo emocional"? Y, en todo caso, ¿debería serlo?

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Para responder a la primera pregunta, podemos tomar como paradigma el argumento de la cena-de-Navidad-demasiado-tensa. Básicamente porque esta formulación recuerda al conocido "teorema del contenedor", un razonamiento que se acostumbra a utilizar para demonizar otros movimientos sociales: si quemas un contenedor, tu lucha queda automáticamente invalidada. Se trata de un silogismo que sistematiza un axioma más general —la violencia siempre es ilegítima— y que acostumbra a aparecer cuando una reivindicación que hasta ahora habías tolerado sobre el papel y en abstracto se encarna en un conjunto de prácticas reales que sacuden tus privilegios.

Cualquier lucha que tensione las relaciones de poder es catalogada como "violencia" (como algo bárbarbo, agresivo e incívico) para blanquear así las estructuras de legitimación de otras violencias

Y el feminismo, de hecho, sacude tales privilegios: cambiar las relaciones de poder significa, por lo menos, que como hombre gozarás de menos libertad, que tendrás que callarte más a menudo, que verás reducidas las posibilidades de acceder a puestos de trabajo, que sistemáticamente serás objeto de más injusticias, que tendrás menos seguridad —económica, laboral, personal—, que verás limitado y controlado tu acceso a la sociabilidad tanto como a la movilidad, que aumentarán las probabilidades de sufrir menosprecio por tu condición.

Por lo que se podría contestar que sí, el feminismo es en esencia violento. Pero lo es porque en sociedad no existe el grado cero de la violencia, de modo que cualquier lucha que tensione las relaciones de poder es catalogado como "violencia" —como algo bárbarbo, agresivo e incívico— para blanquear así las estructuras de legitimación de otras violencias: las que están institucionalizadas y coinciden con nuestras ideas de libertad, seguridad, comunicación y felicidad.

Los hombres no hemos elegido vivir en una sociedad patriarcal, de acuerdo. Pero lo que no podemos hacer es culpar a quien señala la injusticia de estar fastidiado la situación.

Además, el argumento de la cena-de-navidad-tensa es problemático por otro motivo: convierte en víctima a quien no le interesa posicionarse —por lo que puede perder o porque simplemente no le conviene— mientras señala como verdadero culpable a quien ha removido las aguas.

Y se entiende. Pues el hecho de perder privilegios por culpa de unas dinámicas sociales e históricas injustas de las que no eres directamente responsable, visto desde una perspectiva individual, puede resultar tremendamente frustrante. Los hombres no hemos elegido nacer en una sociedad patriarcal, de acuerdo. Pero lo que no podemos hacer es culpar a quien señala la injusticia de estar fastidiado la situación.

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Vayamos con la segunda pregunta. ¿Debe el feminismo ser violento?

Por lo menos, tiene que ser aguafiestas. Así lo defiende Sarah Ahmed, quien se define a sí misma como killjoy, apropiándose del insulto que habitualmente se suelta a quienes señalan que la fiesta es una mierda. El camino que Ahmed señala parece extremadamente interesante, y nos invita a asumir y organizar nuestra parte de violencia en vez de acomplejarnos frente a la palabra.

Consecuentemente, ante a la insinuación que el feminismo está convirtiendo la cena de Navidad en una guerra —o que está problematizando la irracionalidad del amor, o que está tensando el ambiente laboral, o que está dividiendo las familias— solo hay una respuesta posible: no, el feminismo no ha abierto ninguna guerra contra los hombres, porque nosotros, como bien explica Rita Laura Segato, ya estábamos en guerra contra las ellas.

Que los hombres nos avergoncemos, extrañemos o indignemos cuando nos afean el comportamiento no es culpa de las feministas: no están siendo más violentas que nosotros cuando queremos evitar el tema para seguir pasándolo bien.

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