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Opinion Marx y Engels ya predijeron en 1845 el posfútbol de 2018 Sports

Marx y Engels ya predijeron en 1845 el posfútbol de 2018

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Marx y Engels ya predijeron en 1845 el posfútbol de 2018

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/OPINIÓN/ Alienación y violencia contra tu propio equipo: el oscuro callejón sin salida en el que se ha metido el fútbol moderno

Cuando hace unos días un aficionado del West Ham saltó al césped en mitad del partido con la intención de clavar el banderín de córner en el centro del campo, la respuesta de los medios fue unánime: violencia intolerable. Esta gente no debe estar en el fútbol es la canción. De hecho, es que esa gente ya no está en el fútbol. La han echado.

El gesto del hincha del equipo del Este de Londres no era aleatorio, ni mucho menos era una amenaza armada. El arte de la protesta también tiene su propia tradición. Solo quería clavar esa bandera con los colores de su equipo en el punto central, justo como hiciera en 1992 otro aficionado del West Ham como parte de un colectivo que se oponía en aquel momento al incremento de precios introducido por el club para las obras de los asientos sentados que por norma introdujeron los gobiernos conservadores tras el desastre de Hillsborough. Aquella vez pudo hacerlo.

Este sábado el aficionado no pudo ni plantar el banderín en el césped. Jugadores de su propio equipo se lo quisieron quitar de las manos, hasta que finalmente lo hizo uno del equipo visitante. Se lo tiró a un compañero y el banderín estuvo unos momentos tirado en el suelo. El aficionado, sacado fuera por la policía. Como metáfora no tiene precio: la centralidad del juego ya no pertenece a los colores de cada club, de hecho la identidad no puede interrumpir el espectáculo por el que un hincha reconvertido en cliente paga, en el estadio o cada vez más en casa, y este debe continuar.

La centralidad del juego ya no pertenece a los colores de cada club, el sentimiento no puede interrumpir el espectáculo por el que un hincha reconvertido en cliente paga, y este debe siempre continuar.

En ambos actos de protesta -el del 92 y el del pasado sábado-, el motivo es el mismo: el extrañamiento. La palabra nos lleva a una doble vía.

Por un lado, el diccionario la define como "sentir la novedad de algo que usamos, echando de menos lo que nos es habitual".

Por otro, el extrañamiento es una de las principales contradicciones del sistema capitalista estudiadas por Marx y Engels. En La sagrada familia, leemos:

"La clase propietaria y la clase del proletariado presentan el mismo enajenamiento humano. Pero la primera clase se siente a gusto y fortalecida en este autoalejamiento, reconoce el alejamiento como su propio poder, y tiene en él la apariencia de una existencia humana. La clase del proletariado se siente aniquilada, esto significa que dejan de existir en extrañamiento; ve en ella su propia impotencia y en la realidad de una existencia inhumana. Es, para usar la expresión de Hegel, en su abatimiento, la indignación en ese abatimiento, indignación a la cual está necesariamente impulsada por la contradicción entre su naturaleza humana y su condición de vida, que es la negación absoluta, resuelta y comprensiva de esa naturaleza. Dentro de esta antítesis, el dueño de la propiedad privada es por lo tanto el lado conservador, y el proletario el lado destructivo. De los primeros surge la acción de preservar la antítesis, de ésta la acción de aniquilarla".

¿Es esa cada vez más la relación entre la propiedad de los clubes de fútbol y sus aficionados? ¿Estaban Marx y Engels describiendo en 1845 el fútbol moderno -o más bien el posfútbol- de 2018?

El extrañamiento o alienación que sienten muchos aficionados con respecto a su deporte y su equipo favorito no es sino una de las contradicciones del sistema capitalista estudiadas por Marx y Engels.

En Londres, en Lille y en Hamburgo hemos visto este fin de semana protestas de aficionados contra los jugadores de sus propios equipos. Los del West Ham, dolidos por una mudanza que deja atrás 112 años de Boleyn Ground como casa y un presente en el frío estadio olímpico y sin las inversiones prometidas en jugadores, vieron cómo alguno de los espectadores que saltó al campo fue incluso zarandeado por el capitán Mark Noble. En Lille, con el equipo comprado por el exdueño de la escudería Renault en descenso en una temporada en la que además se les ha prohibido fichar por irregularidades, varias decenes de hinchas entraron al césped para insultar a los jugadores. Otro histórico en apuros es el Hamburgo. Mientras el Bayern les metía 6, alguien decoraba las afueras del estadio hanseático con varias cruces de cementerio y la pancarta "el tiempo se acaba y vamos a por vosotros". Algunos medios hablan de repunte de violencia ultra. De un exceso de protagonismo de este tipo de aficionados o incluso de involución.

Las protestas actuales en el fútbol no son una involución. Al contrario. Es precisamente el progreso tensionado que propone una turboindustria que ha levantado un muro entre la identidad colectiva y sus representantes individuales y cada vez más coyunturales.

Todo lo contrario. Estas protestas hablan precisamente del progreso que propone el fútbol convertido ya en una turboindustria que disimula cada vez menos su origen identitario, y si apela a él es para sacar algún beneficio concreto como el que puedan arrojar las ventas una línea de camisetas vintage. Donde vintage quiere decir tu padre, o tú mismo hasta antes de ayer. El mercado ha levantado un muro entre la identidad colectiva que cada club de élite construye durante décadas y aquellos -los jugadores, técnicos y directivos- que la representan de manera cada vez más coyuntural.

En algunos casos, el divorcio ha sido la única solución, como para los aficionados del ManU que hace unos años fundaron el FC United of Manchester. Su objetivo es continuar con el legado del club fundado en 1878 devolviéndole un originario caracter democrático y participativo que hace tiempo suena a unicornio en el fútbol de élite. El propio sistema, a través de clubes convertidos en sociedades anónimas, eliminación de gradas populares, creciente criminalización en los estadios, horarios incompatibles con la clase trabajadora o la amenaza de superligas privadas de los equipos que más ingresos generan -la analogía con el concepto de "acumulación por desposesión" del geógrafo marxista David Harvey es pertinente- se ha encargado de prácticamente eliminar cualquier posibilidad de reforma.

Mientras el aficionado se pregunta qué mantiene en común con su jugador, el sistema ansía un deporte convertido en evento potencialmente consumible por todos los públicos. Para llegar a esa meta, la identificación con un contexto sociopolítico único y el fútbol como cultura verdaderamente popular son un estorbo.

La fractura entre aficionado y jugador es cada vez mayor. Hace tiempo ya, pero el presente lo acentúa, que los jugadores no son vecinos de los aficionados. También de que a muchos ya no se les ve pasear con su familia por el centro de las ciudades donde juegan. Algunos a duras penas se orientarían por sus calles. En manos de algunos agentes y fondos de inversión, tampoco son dueños de su propia vida laboral. ¿Qué le queda al afcionado en común con su jugador? El espectador, por su parte, fue primero a ver jugar a los chicos de su pueblo, después a los del de al lado, después disfrutó de combinar lo local con algún viaje dentro del país y lo que llegaba de fuera a través de la televisión. Esta última, mucho más rentable que el aforo limitado de un estadio, se hizo la dueña hasta soñar con un deporte convertido en decenas de eventos potencialmente consumibles por todo el planeta. Para eso, para un fútbol para todos los públicos, el colador tiene que eliminar el grumo que pueda estropear el brebaje. La identificación de un club con el terreno en el que nace y se desarrolla, la oportunidad para los jugadores que crecen en ese medio social, económico y político, el fútbol como cultura popular-manifestación en que se expresa la vida tradicional de un pueblo, todo eso es ese grumo.

El fútbol se lo han hecho a los aficionados. Siguiendo con la línea marxista, según György Lukács la brecha para que una clase pase de objeto a sujeto se cose con el encuentro del pensamiento y la realidad, de la teoría y los hechos. El húngaro devolvió al marxismo ortodoxo algo de subjetividad. A la obra en la que habla de ello la llamó Historia y conciencia de clase. Quizá, como Marx y Engels, tampoco sabía que hablaba de fútbol.

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