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Lolita: el origen mágico de las nínfulas

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Parte I: Así nació uno de los mitos literarios más grandes y polémicos del siglo XX

Luna Miguel

17 Diciembre 2015 06:00

—Fotografías de Katie Harland

Muchos conocen las míticas primeras palabras:

Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas

Pero pocos se imaginan cuál fue el verdadero comienzo de la pasión que durante años recorrió las venas de Vladimir Nabokov, hasta escribir una de las obras fundamentales del siglo XX: Lolita.



Lo, Lolita, Dolly, Dolores, era aquella preadolescente de apenas 12 años que, en las miles de ediciones que se publicaron de la novela en todo el mundo, miraba desafiante al lector desde la cubierta.

Aquella misma que, entre las páginas, nos hacía rabiar, nos excitaba o nos parecía una niña tontísima a la que deseábamos abofetear, mientras que Humbert Humbert, narrador de la historia, no podía evitar enamorarse —o quizá simplemente obsesionarse— de cada uno de sus gestos.

La historia parecía sencilla: hombre conoce a niña. Niña conoce a hombre. Hombre se enamora de niña. Niña no sabe lo que es el amor, pero sigue el juego sucio, perverso y caliente al hombre.

Entre tanto, en Lolita también se narra un crimen y un retrato de la frivolidad de los Estados Unidos de mitad de siglo XX, una reflexión sobre la autodestrucción a la que nos pueden llevar nuestras obsesiones insanas, y también un canto a la belleza de lo pueril, de lo vulgar, de lo sencillo.

La novela de Nabokov fue grandiosa por todas esas cosas, por todos esos detalles que dibujaron las vergüenzas de una sociedad, las entrañas de un intelectual apesadumbrado, y las vergüenzas de un mercado editorial que en un principio no tuvo el interés de mancharse las manos con una obra a la que se tachó de pornográfica, ya que, según algunos, incitaba a la pederastia.

Fue grandiosa. Y lo sigue siendo, porque después de todo el mayor logro de Vladimir Nabokov fue construir un mundo en el que el la obsesión de Humbert Humbert por Dolores Haze reflejaba lo que hasta entonces había sido una constante en la literatura, pero que hasta su llegada no se había convertido en un género en sí mismo: el de las nínfulas.



Lolita era un antes y un después. 

Una constatación de que la fijación de los adultos no ya por sexualizar sino por erotizar y dotar de magia al mundo infantil y juvenil era algo común, y Nabokov lo que hizo fue ser el altavoz de esa obsesión tan humana como literaria. Quizá para curarse a sí mismo. O quizá para lograr entenderla.

Debido a la repercusión de su novela podría parecer que su Dolores fue la primera: por él se empezó a utilizar el término nínfula con el que designa a esas niñas erotizadas, y más aún el término lolita, cuyo concepto se trasladaría a la moda, a la pornografía, etcétera.

Sin embargo, lo cierto es que la pequeña Haze tuvo antes un buen número de hermanas en la que es probable que Nabokov se basara.

Dolores no fue ni la primera ni la última nínfula, sino más bien aquella que serviría de engranaje entre las viejas y las nuevas niñas de esa raza tan extraña y especial.




Se ha debatido mucho a este respecto, e incluso se ha dudado de si Nabokov fue capaz de plagiar a algunos autores desconocidos y anteriores o contemporáneos a él que ya habían tratado el tema, pero esas acusaciones quedan descartadas cuando uno aprende que el autor posiblemente estuviera rindiéndoles homenaje, o incluso creando conscientemente un marco para el recuerdo de sus obras.



Uno de ellos, el más importante de todos, fue Heinz von Lichberg, un desconocido cuentista alemán que cuarenta años antes de la aparición de la Lolita de Nabokov ya había publicado otro cuento homónimo, en el que narraba la historia de un turista alemán en Alicante, que se enamoraba de una niña pequeña llamada Lola.

Lichberg es, al lado de Nabokov, un escritor menor. Pero su aportación a la literatura fue aquí determinante, quizá porque gracias a su Lolita, el novelista ruso pudo dar nombre a la que se acabó convirtiendo en su gran obra y en una de las más importantes de la literatura contemporánea.

En el prólogo a la edición española de este cuento de Lichberg, la escritora Rosa Montero se posiciona y quiere dejar claro que salvo en el título y en la pedofilia latente, las historias no tienen nada que ver, y sería estúpido acusar de plagio a Nabokov.

Sin embargo, lo que sí está claro es que un autor bebe del otro.

Montero cuenta una historia, leída a su vez a Dimitri Nabokov, hijo del novelista, en la que desvela que en un principio su padre pensó en llamar a la joven Juanita Dark en lugar de Dolores Haze.

Por fortuna, el ruso tuvo una revelación. O vio la luz. O se acordó de pronto del bueno de Heinz von Lichberg y decidió tender un puente entre sus tan distintas pero luminosas nínfulas.

Pero la lolita del alemán no fue la única que contagiaría a Nabokov.

Hubo muchas otras, quizá más sutiles y desconocidas, aunque determinantes.



En una entrevista que hicieron a Nabokov después de la publicación de Lolita, el autor prefirió sacudirse cualquier pizca de polémica de encima, declarando que “en realidad, el primer Humbert Humbert de la historia fue Lewis Carroll”.

No le faltaba razón al ruso al señalar que Alicia en el país de las maravillas, aquella obra de ficción mágica publicada casi 100 años antes de su novela, era en verdad un pasadizo secreto, un juego de luces y sombras en el que el amor del adulto por la niña pequeña latía desmedido.

Lo interesante y llamativo del caso de Carroll, es que su obra nunca hizo una referencia explícita sobre el amor hacia las niñas, aunque su vida estaría teñida de dudas, a causa de su relación muy cercana y obsesiva con Alice Liddell, la hija pequeña de unos amigos, a la que dedicó su literatura

Pocas décadas después de la aparición de Alicia en el país de las maravillas, se publicaba en Francia otro libro polémico, oscuro, en donde la relación entre el adulto y la niña ya era palpable. El libro de Monelle, de Marcel Schwob, nace después de que su autor se enamorara de una prostituta preadolescente, Louise, y de la muerte de esta, por sífilis, a una temprana edad.



La obra del francés es un clásico oculto, en el que la magia también es un elemento crucial.

Monelle es una cerillera que va a morir, pero que se levanta en la noche como un fantasma, para narrar la historia de sus hermanas, un conjunto de pequeñas prostitutas que en realidad son niñas extraordinarias, a las que la vida ha jugado una mala pasada.

Como Alicia y como la Lolita que Heinz von Lichberg inventaría años más tarde, la sexualidad de Monelle estaba completamente anulada, y lo que enamoraba de esas mujercitas era su misterio, su inocencia, su belleza casi cruel, sus besos delicados, pero llenos de cristales.

Vladimir Nabokov conocía a todas estas nínfulas, y es posible que durante años se obsesionara con encontrar la manera de escribir sobre ellas, algo que acabó haciendo no sólo en Lolita, sino también en una obra posterior, que durante mucho tiempo trató de mantener en secreto: El hechicero.

En los textos de Nabokov, la tensión sexual y el erotismo sí está presente, como también lo estaba en una obra de principios de siglo XX que él también conocía muy bien: Confesión sexual de un ruso del sur. Esta obra sería traducida más adelante en España como Lolita secreta, aunque aún no se conoce la verdadra identidad de su autor.

La edición en nuestro idioma de este Lolita secreta llevaba precisamente en contraportada una cita de Nabokov: disfruté enormemente con la vida amorosa del ruso. Es increíblemente divertida. ¡Qué enorme suerte tuvo, siendo chico, al dar con chicas de reacciones tan inusualmente rápidas y generosas!



Dolores Haze tenía pues un ejército de hermanas mayores, pero ella fue la que se convirtió en icono pop, en lo que hoy en día llamarían una “it girl”, o en ese reflejo realista y cruel de lo que en realidad significa una relación entre un hombre adulto y una preadolescente.

Además de todas las posibles influencias literarias que uno puede descubrir leyendo Lolita —además de todas estas nínfulas, la lista sería larguísima— muchos lectores y críticos se preguntan también cuánto de la vida de Vladimir Nabokov hay en su célebre novela.

Lo cierto es que a juzgar por lo que sabemos de su biografía, se podría pensar que el ruso, aunque felizmente casado con Vera, a quien además dedicó todas sus obras, nunca olvidó un amor de adolescencia, un amor tan posible como imposible hacia una chica con la que, por cuestiones de edad, jamás le dejaron casarse.

Tal impedimento, sin embargo, fue lo que tiempo después le llevaría a cruzarse con la mujer que le acompañó hasta el fin de sus días. Y quién sabe si aquello no sería además el comienzo de dos relaciones fundamentales e importantísimas para Nabokov.

En primer lugar, la de su feliz y duradero matrimonio con Vera.

En segundo lugar, la de su obsesión enfermiza y brillante por el amor juvenil, por las adolescentes prohibidas y, en definitiva, por todas sus nínfulas.







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