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‘Ready Player One’, el frenesí de los hombres-bebé

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Steven Spielberg rinde tributo a su propio cine en una distopía frívola y sin sustancia

víctor parkas

28 Marzo 2018 11:05

En The Congress, Robin Wright se somete a un escaneado anatómico. ¿El objetivo? Que un avatar, con su físico actual, pueda seguir haciendo películas en nombre de la actriz, mientras Wright envejece, abandona su belleza canónica; mientras muere. Eso último no llega a ocurrir en la película: The Congress se convierte, a partir de su ecuador, en una cinta de animación donde todos los dibujos son, descubrimos más tarde, extensiones virtuales de Wright y el resto de humanidad. En el 1.0, miseria, desolación y churretes en la cara.

La distopía en la que se desarrolla Ready Player One funciona exactamente igual: el mundo real es irrespirable, pero a cambio tenemos una realidad virtual tan sofisticada que puedes tener el aspecto de Freddy Krueger, conducir la moto de Akira, el Delorean de Regreso al Futuro, cuando no jugar, por control remoto, con El Gigante de Hierro o (Godzilla VS) Mechagodzilla. Vives en un enjambre chabolista, pero en Oasis, así se llama el complejo sistema de evasión, puedes ser quién tú quieras, y serlo mientras suena New Order, Blondie o Twisted Sister.

The Congress nos dijo que eso era un puta pesadilla. Ready Player One ni sabe, ni contesta; lo hace, pero, con neones.

Basado en el superventas de Ernest Cline, Ready Player One no es tanto una película de Steven Spielberg, que firma su dirección, como un golpe de mano. El padre de Indiana Jones y E.T. parece haber querido capitanear la adaptación sólo por lo que ésta significa: el homenaje último a una sensibilidad pop de la que él, por su filmografía como director y productor, es máximo responsable. Ernest Cline rindió pleitesía a Spielberg; ahora, Spielberg ha adquirido los derechos de esa pleitesía, y le ha puesto precio a la entrada.

Si Steven Spielberg fuera un grupo de rock, porque sólo podría ser un grupo de rock, utilizaría, como teloneros, bandas tributo a la suya.

¿El qué? Es el año 2045, y el creador de Oasis lleva cinco años muerto. James Haliday no se fue sin dejar un último mensaje: hay tres huevos de pascua escondidos en su sistema; quien los encuentre, se hará con el control del mismo. Wade Watts, un chico huérfano, tomará la delantera en la carrera por hacerse con los ‘easter eggs’, pero por el camino encontrará, no solo amistad y amor, sino también enemigos feroces: IOI, una corporación que también quiere heredar el imperio Halliday, intentará acabar con Watts y sus amigos, y lo hará por los medios más sucios posible.

Ready Player One (Steven Spielberg, 2018)

Aunque toda la expectación que está generando Ready Player One viene por los segmentos que se desarrollan en Oasis, es en el plano físico de la película dónde ésta plantea las cuestiones más interesantes. IOI, en lo tangible, actúa con un nivel de intervencionismo que, intencionado o no, funciona como parodia de las posibilidades que abre el TTIP. Si el tratado de libre comercio permitiría, entre otras muchas cosas, que una corporación llevase a los tribunales a un Estado, IOI funciona, directamente, como lo haría un país intervencionista y dictatorial: tiene equipos antidisturbios, organiza redadas por competencia desleal, y mete a prisioneros en campos de reeducación.

Contra todo pronóstico, la lucha de Wade Watts no pasa por revertir esta situación: el protagonista de Ready Player One no quiere hacerse con Oasis para aglutinar el suficiente poder y mejorar, con él, lo material y lo común, sino sólo preservar la esencia pop del micromundo creado por Haliday. La escena que mejor retrata esta posición es aquélla en que el capitoste de IOI intenta contratar a Watts, prometiéndole que todas las escuelas del sistema, si dependiera de él, se parecerían a las del cine de John Hughes; a las Todo en un día y El Club de los Cinco. Watts, lo rechaza, pero no lo hace por convicciones: lo hace porque al dueño de IOI le están chivando los nombres de las películas por un pinganillo.

Lo rechaza, no porque al villano le preocupen más la escuelas de Oasis que las del 1.0 —¿Habrá centros educativos públicos en 2045?—, sino por no ser, como es él, un verdadero fan de John Hughes.

Ready Player One (Steven Spielberg, 2018)

Ready Player One, antes que una ruptura con la miseria que rodea a sus protagonista, propone algo así como una autorregulación empresarial; hacer del sentido de la maravilla una suerte de convenio. Es el sueño americano del hombre-bebé; del hombre niño. “¿Sabes todo esos tíos que están tan enfadados con que la nueva Cazafantasmas esté protagonizada por chicas?”, me decía Hadley Freeman hace ahora dos años. “¿Esos pesados quejumbrosos del ‘están violando mi infancia’? Eso es ser un hombre-niño”, añadió Freeman. La descripción encaja, perfectamente, con Wade Watts: el protagonista de Ready Player One tiene, como único fin, que se gestione la nostalgia según sus deseos.

Uno de los potenciales del libro, el hecho de que los protagonistas tuvieran cuerpos y sexualidades no normativas en el mundo tangente, es arruinado en la traslación cinematográfica.

Spielberg reúne a un cast de belleza nada picassiana, por mucho que coloque a sus actores gafas, marcas de nacimiento y camisetas del Unknown Pleasures de Joy Division. Como en mucho de su cine —estamos hablando de un cineasta que sustituyó pistolas por walkies al remasterizar una de sus películas—, se nos niega la imperfección, la carne, la sangre: en la virtualidad de Ready Player One, cada impacto de bala hace manar, no hemoglobina, sino monedas; para que no se te olvide de qué está hecho todo aquello que estás viendo. Ready Player One, cuando sangra, lo hace en homenaje a El Resplandor.

No es un guiño: es una declaración de intenciones.

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