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Artículo Se prostituía para dar de comer a su cocodrilo Lit

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Se prostituía para dar de comer a su cocodrilo

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"Todo trabajo es prostitución", dijo Godard, y Kyoko Okazaki se sirvió de esta máxima para escribir 'Pink', un inquietante manga sobre amor, capitalismo y trabajo sexual

Eudald Espluga

05 Abril 2018 18:10

Esta mañana, Yumiko no tiene que ir a trabajar. Está enamorada de Yoshino y Yoshino acaba de ganar uno de los premios literarios más importantes de Japón. Tiene la regla, pero no le importa. Harán el amor hasta que llegue la noche, mientras "la sangre roja y la sangre blanca se mezclaban sin tregua". Quizá es el día más feliz que ha vivido en los últimos meses: "la habitación olía a sangre caliente. Fue increíble. Y follamos mucho. Se me ocurrió pensar que si el mundo oliese así, sería un lugar maravilloso".

Pero entonces el dolor rompe la escena: un cocodrilo le ha mordido el pie.

El animal no tiene nombre. Reside en su casa desde hace tiempo, pero ella se niega a justificar su presencia. El cocodrilo es su mascota: fin de la discusión. Convivir con una criatura tan peligrosa es una fantasía absurda y obscena, especialmente por la necesidad de confrontar cada día su naturaleza insaciable. El cocodrilo siempre tiene hambre, mucha hambre, y por eso le acaba de morder el pie a Yumiko. Ella está desnuda y excitada, hambrienta también, lamentando que animales y humanos no puedan nutrirse sólo de piel, sudor y sexo: se ha olvidado de alimentar al cocodrilo.

No es una anécdota exótica. La bestia come tanto que Yumiko no puede mantenerlo sólo con su trabajo de día como secretaria y, por esta razón, ha decidido prostituirse.

El deseo es un monstruo intratable

De esta necesidad, aparentemente incomprensible, nace Pink (Ponent Mon), de Kyoko Okazaki, un manga publicado en 1989 que aborda el trabajo sexual desde una ambiguedad que todavía hoy nos resulta inquietante.

Conocemos los ingredientes: amor, trabajo, capitalismo, prostitución. Esperamos dicotomías y tensiones, esquemas morales que organicen la trama y nos conduzcan firmemente hacia un veredicto final. Sin embargo, en Pink no hay nada de esto. Okazaki no nos oculta las contradicciones, es cierto, pero tampoco las somete a juicio. Si quisiéramos exprimir de sus páginas una moraleja, no podríamos.

O quizá sí, pero tendríamos que formularla en un estilo vacilante e impreciso: el trabajo sexual es sólo-un-trabajo, pero también es más-que-un-trabajo, ya que puede chocar con nuestro ideal de amor romántico, o puede que no, porque lo importante-importante es, en todo caso, el capitalismo y la alienación y la falta de libertad, que tienen la culpa de todo, pero no tanto como para desechar nuestras responsabilidades.

En realidad, es mucho más simple y mucho más difícil que todo esto. Pink no elabora un estudio socio-político del trabajo sexual, ni tampoco se erige como un manifiesto feminista a favor o en contra de regular la prostitución. Es tan sólo una historia, trágica y extrañamente divertida, que explora el hambre atávica que nos impele a comprar y a follar, a querer fundirnos con una persona hasta olvidarnos de quienes somos y a odiar a otras con la misma intensidad.

Dicho de otro modo: Pink es una historia sobre el deseo, sobre ese cocodrilo perpetuamente insatisfecho que alojamos con nosotros sin saber por qué.

Tener miedo a la felicidad: eso es ser "normal"

Es también la historia de su transformación: el cocodrilo, como el deseo, tiene muchas formas.

Por culpa de una oscura venganza, Yumiko verá a su mascota convertida en un bolso de piel de cocodrilo. Tampoco este hecho, aparentemente horrible, desencadenará la guerra y reducirá la historia a un enfrentamiento maniqueo de buenos-muy-buenos contra malos-muy-malos. Yumiko llorará, llorará mucho, pero pronto terminará adaptándose: de hecho, siempre había querido tener un bolso de piel de cocodrilo.

Es una imagen incómoda de cómo funciona nuestra voluntad —de la flexibilidad inhumana que demostramos en los peores momentos—, pero no hay reproche alguno. Quizá es la propia autora quien mejor sintetiza la dinámica implacable de nuestro tiempo: el amor, dice Okazaki, igual que el capitalismo, es "una especie de monstruo intratable, terrorífico y cruel" al que, sin embargo, no deberíamos tener miedo.

Para la mangaka no tiene sentido andar por el mundo como niños asustadizos que no quieren lanzarse a la piscina porque creen no saben nadar. Ella se define como una verdadera Tokio-Girl, y ha dedicado su obra a explorar el japón urbano durante los años 80 y 90 para derribar los prejuicios que atenazan nuestra cotidianidad. Por eso, en el epílogo de Pink, define la "normalidad" como un conglomerado de tabús, miedos y obediencias ciegas que no sólo reprimen nuestro deseo, sino que incluso nos invitan a olvidar que ese animal oscuro y voraz vive bajo nuestro mismo techo.

Su solución es simple: debemos tirarnos a la piscina.

"Si nos tiramos sin miedo —misterio de misterios— resulta que podemos nadar". No es ni mucho menos una promesa optimista. Okazaki reconoce que "nadar" quizá sea una palabra demasiado grande: como mucho nos mantenemos a flote, precariamente. No hay idealismo ni celebración. Porque la felicidad, al final, es ese estado transitorio y contradictorio que sentimos de mañana, entre sangre roja y blanca, un minuto antes de que todo cambie a peor y necesitemos buscar otra felicidad, convivir con otro cocodrilo.

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