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La obscenidad incomunicable de Mónica Ojeda

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Imagen: Arte PG
 

El erotismo perverso de esta escritora ecuatoriana escapa a cualquier clasificación

Eudald Espluga

La literatura de Mónica Ojeda es la telaraña de un monstruo sin rostro, la enredadera mórbida que tejen tarántulas e insectos indecibles. Es la visión de un abismo y la certidumbre de que la crueldad tiene corazón humano.

La etiqueta de "joven escritora latinoamericana" resulta inoperante para conocer el horror arcano que sentimos ante su escritura. Es una reducción casi cómica, que falla tanto en lo literario como en lo sociológico. No porque la información sea falsa —efectivamente Mónica Ojeada es una escritora ecuatoriana nacida en 1988—, sino porque nos aleja de la verdad de su literatura. "Pornográfica", "tecnofílica", "violenta": todas categorías inservibles. Su aproximación a la obscenidad es incomunicable, porque reniega del lenguaje como medio comunicativo.

Esta reticencia a la instrumentalización de la palabra —así como toda su poética— está resumida en una sola escena. Estamos en el circo, pero Ojeda nos habla de la escritura. Un acróbata de mallas azules se cae de la cuerda floja, se estrella contra el suelo, y el hueso roto le revienta los músculos y la piel, bañando en sangre las mallas azules. Los demás artistas se afanan en tapar el sufrimiento y reanimar el espectáculo. Para ello dan paso al número estrella: la actuación del elefante. Pero la literatura, advierte Ojeda, no puede distraerse con los elefantes, con la divertida elegancia de sus trucos. Debe detener la memoria en la carne desgarrada y el dolor invisible del acróbata, fijar su centro de gravedad en la mueca de dolor que se oculta tras las bambalinas.

Así lo anuncia una de las protagonistas de Nefando, la segunda novela de Ojeda. En ella no hay elefantes ni leones. Es una novela a puerta cerrada, dedicada a la exploración de un erotismo inmundo, que mancilla, angustia, corrompe. La referencia a Historia del ojo, la nouvelle pornográfica de Georges Bataille, nos advierte ya en las primeras páginas del imaginario con el que trabajará Ojeda: el sadismo, la violencia ritual y la fascinación por la borrosa frontera que separa la pulsión sexual de la tanática.

Pero a pesar de que en las páginas de Nefando el esperma se confunda con el vómito, y sus personajes dibujen pezones con la sangre del himen roto de una preadolescente, "pornográfica" nunca será la palabra, como tampoco su literatura es "tecnológica" o "tecnofílica" por el hecho de utilizar los recursos que le ofrece el mundo de internet y las nuevas tecnologías..

De acuerdo, la escritora ecuatoriana tematiza la deep web y el mundo de los videojuegos; y sí, sus personajes se pierden en las redes sociales —incluso viendo vídeos de PlayGround en Facebook, como hacen las protagonistas de Mandíbula, su última novela—; pero para ella internet es "un espacio corporal", una extensión física de la realidad que nos recuerda a la estética cyberpunk de David Croneberg y su visión de la "nueva carne": la fusión orgánica de la máquina con el hombre.

Quizá el hecho de formar parte del prestigioso grupo de Bogota39 —la selección de 39 escritores latinoamericanos menores de cuarenta años elaborada por el Hay Festival— ha facilitado la asociación ramplona de la literatura de Ojeda con una escritura "joven" o "generacional". Pero su fascinación por el mal —relaciones de abusos, conductas perversas, sórdidos rituales de paso— debe pensarse más bien como la exploración universal de una monstruosidad esencialmente humana, que trasciende la distopía tecnología y se expresa en el lenguaje enfermizo de los sueños.

Ojeda, además, dedica su tesis doctoral a la literatura pornoerótica, y tanto sus cuentos como los poemas de El ciclo de las piedras se ajustan a este mismo imaginario: "el monstruo y la persona / habitan la misma línea que parte la materia / en dos hemisferios míticos / de pulmones que respiran el aire de otras regiones / desplazadas más allá del sur."

Mandíbula confirma que este acercamiento al erotismo de Bataille —que define como la ratificación de la vida hasta en la muerte— no fue un coqueteo esporádico. El libro se abre con un epígrafe del francés —"el horror ligado a la vida como un árbol a la luz"— y se configura como una perturbadora bildungsroman en la que cuatro adolescentes asisten al nacimiento de una "criatura sin rostro" que han gestado en su interior.

Los libros de Ojeda no retratan la violencia, trabajan con ella. La etiqueta es innecesaria, imposible, porque funcionan como un espejo opaco, que nos devuelve sólo oscuridad. Leyendo sus novelas descubrimos que nosotros somos la criatura sin rostro, y que la telaraña en la que estamos atrapados lleva nuestra firma.

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