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Las amenazas contra Roberto Saviano nos obligan a reflexionar sobre la naturaleza fascista de los partidos de ultraderecha. Los peligros que afrontan escritores, periodistas y artistas son nuevos: fake news, procesos legales por difamación, infiltración en las redes sociales. ¿Qué papel deben jugar los intelectuales? ¿Cómo podemos resistir a estas formas de violencia?
27 Junio 2018 06:00
"Cuanto más nos insulta la izquierda, más nos premian los ciudadanos". Este lunes, Matteo Salvini entonaba el ladran-luego-cabalgamos, después de que la coalición de centroderecha en la que figuraba su partido obtuviera unos resultados históricos, arrebatando feudos tradicionales de la izquierda como Siena, Massa o Pisa.
En las semanas previas a la votación el ministro de interior italiano había figurado en el centro de todas las polémicas. Aprovechando el caso del Acuarius, Salvini había escenificado su furiosa xenofobia, y se esperaba una respuesta popular en las urnas. Pero la realidad fue justo la contraria: una parte importante del electorado italiano ha respaldado con sus votos el discurso ultraderechista de la Lega, y Salvini puede seguir con sus payasadas racistas.
Su mensaje victorioso tenía un destinatario obvio. La cara de la izquierda-que-insulta era la del escritor Roberto Saviano, a quien amenazó con retirarle la escolta que le protege de la camorra. El autor de Camorra no dudó en contestarle, escribiendo una columna en The Guardian donde le llamó "bufón", "mediocre", "tonto" y "mafioso".
Pero la amenaza no eran sólo palabras, sino que abría un escenario nuevo. Como ministro de interior, Salvini representa el Estado como estructura policial, el Estado como monopolio de la violencia. Su arbitrariedad en el uso de las fuerzas de seguridad, extorsionando públicamente a un intelectual para acabar con las críticas, desborda la legalidad italiana. Si hasta ahora podíamos verlo como una figura del nuevo ecosistema de la ultraderecha en Europa y Estados Unidos, este gesto tiránico nos obliga a repensar la naturaleza del fascismo en los sistemas democráticos. ¿Cómo debemos tratar este fenómeno? ¿El caso italiano es equiparable al de otros estados autoritarios, fascistas o dictatoriales?
Fue precisamente Umberto Eco, el escritor e intelectual italiano, quien en una conferencia pronunciada en 1995 propuso hasta 14 elementos para identificar el fascismo. Destacaba el "nacionalismo y la xenofobia", la "envidia y miedo al enemigo", el "llamamiento a las clases más frustradas" o el "populismo cualitativo", características todas ellas que podemos encontrar en Salvini y las políticas de la Lega. Pero el estudio del semiólogo italiano iba mucho más allá, y señalaba propiedades más específicas, como el "culto a la tradición", el "rechazo al modernismo", el "principio de guerra permanente" o el "culto a la muerte". Con el paso de los años, la lista de Eco ha servido para discriminar el fascismo: no sólo para identificarlo, sino también para evitar frivolizar con el concepto.
Tomemos por un momento el caso de Estados Unidos. ¿Tiene sentido hablar de Trump como un líder fascista? En un sentido intuitivo, sí: políticas xenófobas, populismo, miedo al enemigo, nacionalismo, llamamiento a los frustrados. Pero al final, por lesivas que sean para la clase trabajadora o para las personas migrantes, sus políticas se ajustan al contexto democrático. Incluso después de recibir gran cantidad de ataques verbales por parte de escritores e intelectuales, su respuesta más radical fue contra Stephen King: lo bloqueó en Twitter. Ni tan sólo la avalancha de publicaciones desafiantes que siguieron a su nombramiento causó una reacción desproporcionada por parte del presidente.
Lo mismo podríamos decir de España. Hace unas semanas la organización Freemuse publicó un informe sobre persecución a los artistas en 2017, y España lideraba la clasificación por encima de China, Irán o Turquía. Junto con el embargo de Fariña, el libro de Nacho Carretero, y la retirada de una obra de arte de la feria ARCO por denunciar la existencia de presos políticos, parecía que el adjetivo era inevitable: España es también un país fascista. Sin embargo, resulta igualmente evidente que el caso español es incomparable al de dictaduras y estados autoritarios: no sólo los datos no tienen la misma credibilidad, sino que los canales mediante los que la represión puede hacerse efectiva son diferentes.
Entonces, ¿cómo debemos abordar casos como el de Salvini?
Es cierto que el fascismo también puede llegar al poder por vías democráticas. Pero parece que sigue existiendo una diferencia fundamental entre la represión contra Liu Xiaobo, Patrice Nganang, Bandi o Asli Erdogan y la que se ejerce contra Nacho Carretero o Stephen King. Basta con repasar la lista que PEN International publicaba hace unos meses, en las que detallaba todos los casos de violencia ejercida contra escritores y periodistas en el último año. Sólo en 2017, PEN documentó 218 ataques contra la libertad de expresión: asesinatos, encarcelamientos, detenciones arbitrarias y amenazas. En el caso de Italia, se reportaba un solo caso: las amenazas de la camorra contra el escritor Simone Di Meo por haber publicado un libro en el que hablaba del asesinato de Gelsomina Verde a manos de la mafia. En el de España, solamente el de los raperos Valtonyc y César Strawberry. En Estados Unidos, ninguno.
La diferencia con países como México o China resulta obvia. Pero la conclusión del PEN es transversal: "escribir, informar y decir la verdad sigue siendo peligroso".
Las amenazas estatales contra Saviano no sólo nos obligan a repensar la naturaleza del fascismo en el corazón de las sociedades democráticas, sino que además nos lleva a preguntarnos por el papel deben jugar escritores en un contexto de este tipo.
No es una pregunta nueva. Se ha hablado mucho del ambiguo papel que algunos intelectuales italianos desempeñaron durante el ascenso de Mussolini. Enric González, en un artículo sobre la relación entre los escritores y el régimen de Il Duce, analiza hasta qué punto la sociedad italiana obligó a los intelectuales a rendir cuentas por sus actuaciones. Incluso Nortberto Bobbio —hoy un pensador referente para la izquierda europea— tuvo que rendir cuentas por haber escrito una carta a Mussolini en 1935, cuando él era todavía un estudiante. Pero los nombres sobre los que se ha instalado la duda y la contradicción son muchos: Curzi Malaparte, Benedetto Croce, César Pavese, Giulio Einaudi, Dario Fo o Alberto Moravia.
Asumimos que quien tiene el privilegio de guiar la opinión pública, dirigiendo las ideas en una u otra dirección, también está obligado a asumir la responsabilidad que entraña dicha posición. En momentos importantes, el intelectual es responsable tanto por acción como por omisión: por sus palabras y por sus silencios. Por ello, es especialmente reseñable que la escritora italiana más exitosa del momento, Elena Ferrante, haya sido de las primeras en defender a Saviano de la forma más explícita y política posible: publicando una columna contra Matteo Salvini en The Guardian.
"Nunca he sido políticamente activa. Nunca he organizado marchas ni manifestaciones, ni he ayudado a organizarlas". Así empieza la columna en la que toma partido. Su gesto es excepcional porque la situación es excepcional. Su compromiso es inequívoco y necesario, pero debemos preguntarnos si frente a amenazas singulares como la de Salvini y las nuevas fuerzas de ultraderecha basta con este tipo de oposición.
Desde PEN Internacional, señalan precisamente cómo a las antiguas violencias contra los escritores deben sumarse nuevas formas mucho más elaboradas de represión. Raffaella Salierno, la directora del programa de acogida de escritores del PEN en Catalunya, explica a PlayGround cuáles son algunas de estas amenazas.
En primer lugar, las fakes news, que "se utilizan para desprestigiar a los escritores o periodistas que quieren denunciar la corrupción"; en segundo lugar, las denuncias reiteradas por difamación, que impiden a los artistas seguir adelante con su trabajo de denuncia; por último, la seguridad en las redes sociales: no sólo la encriptación de la información relevante, sino también la protección contra hackers, ya que "a los escritores que están perseguidos les preocupa mucho las posibles infiltraciones: que publiquen mensajes falsos desde sus cuenta de Twitter o de Facebook".
El propio Saviano ha sido víctima de estas nuevas formas de represión: en febrero, a raíz de una disputa con la Lega, corrieron unas declaraciones falsas, creadas a partir de una caputra de pantalla de un tuit. Como explica Salierno, los ataques contra Saviano deben entenderse en clave política: "no escribe solamente contra la camorra, sino sobre las conexiones que esta tiene con la clase política. La colaboración entre crimen organizado y política es un cáncer que nunca puede extirparse del todo: en los nuevos partidos se van descubriendo las mismas conexiones con el crimen".
El auge de la ultraderecha en países democráticos exige nuevas formas de resistencia. Salierno destaca cómo desde el PEN se están estrechando los lazos de solidaridad: el programa ICORN (International Cities of Refuge Network), cuyo objetivo es crear espacios seguros para acoger escritores amenazados, ha crecido exponencialmente desde 2006, y son muchas las ciudades que se han unido a esta red de protección. Además, desde el PEN han decidido ampliar la categoría de escritor/periodista para incluir a todo tipo de artistas en su organización: por ello el informe anual ya recoge casos como el de Valtonyc. "En los últimos años, para hacer frente común contra todos estos ataques, diferentes entidades que se ocupan de la libertad de expresión, libertad artística y defensa de los derechos humanos nos hemos ido uniendo para hacer campañas conjuntas y compartir la información", concluye Salierno.
Definitivamente, el caso de Saviano es sintomático de los nuevos riesgos que el auge de la ultraderecha supone para los escritores. Si lo de Salvini es una forma de fascismo, está claro que es una nueva forma de fascismo. A partir de ahora escribir, informar y decir la verdad seguirá siendo peligroso, pero lo será de nuevas maneras. Y nuestro deber es seguir combatiéndolas.
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