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Artículo Hippies de derechas, bombas contra humoristas y Mayo del 68 en cómics infantiles Lit

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Hippies de derechas, bombas contra humoristas y Mayo del 68 en cómics infantiles

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Imagen: Arte PG
 

“Vodafone, fichando a Soy Una Pringada, hace como la Condesa Báthory: bañarse en sangre de virgen para parecer modernos”. Hablamos con Jordi Costa coincidiendo con la publicación de ‘Cómo acabar con la Contracultura’, un ensayo sobre la desactivación de la subversión cultural en la España tardofranquista y en Transición

víctor parkas

22 Junio 2018 14:09

“No es que me queje”, rompe Luci, para siempre, con Bom, “pero es que yo creo que me merecía algo mucho peor. Sin embargo, fíjate”, añade, señalando a su marido policía, “¡él casi me mata!”. Luci, a la que Bom había introducido en prácticas como el pissing, decide que la auténtica subversión está, no en los pelos de colores, sino en el maltrato doméstico que padecía, de saque, en la casilla de salida de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón.

La anticlimática escena, que se desarrolla en una habitación de hospital, es extirpada y reconocida médicamente por Jordi Costa en la introducción de Cómo acabar con la Contracultura. ¿Su diagnóstico? Luci funciona como la España reprimida, Bom como la Contracultura, y el agresor doméstico como el Estado y sus instancias de poder.

“La Contracultura es”, escribe Costa, “humillada e instrumentalizada casi como si se tratara de una empresa de servicios: en realidad, su supuesta revolución ha sido la palanca que han utilizado las instancias de poder para liberar un yacimiento de energía libidinal que será explotado, bajo una forma degradada, por un sistema que no parece haber sufrido ningún rasguño en el proceso”.

'Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón' (Pedro Almodóvar, 1980)

Ese auge y esa caída de la insumisión contracultural se convertiría, en territorio español, en una fórmula interdisciplinar: en Cómo acabar con la Contracultura, Costa ajusta su estetoscopio sobre manifestaciones musicales, cinematográficas, tebeísticas, siempre de naturaleza underground, siempre florecidas en tardofranquismo y transición, para certificar cómo desactivar la Contracultura, matarla, supuso y supone en España un deporte tan nacional como la petanca y la tauromaquia. “Algunas de las puñaladas al cadáver”, me contará Jordi Costa, “se las puede haber pegado a sí misma la propia Contracultura”.

Costa, que dice haber planteado su ensayo como un whodunit, un quién-la-mató, reconoce que, como en Asesinato en el Orient Express, la autoría de este crimen es colectiva. “A la Contracultura la puede haber matado un Franquismo que no desapareció del todo, los consensos de la Transición con el viejo orden, la política cultural del PSOE y sus nociones de producto bien acabado, la traición de ciertos agentes subversivos a su antiguo ideal…”.

“Hay que tener en cuenta”, matiza el autor, “que las primeras manifestaciones contraculturales surgen en los últimos años de la dictadura; ahí estaba muy claro quién era el enemigo, tanto para la Contracultura como para la oposición política. Cuando llega la democracia, los caminos de contracultura y oposición se separan”. Con la bifurcación, llegará la multiplicidad de amenazas.

Cómo acabar con la Contracultura (Taurus, 2018)

Más allá de servir como boydcount de la cultura alternativa española, Cómo acabar con la Contracultura es también una incómoda reunión de cargos socialistas: Alfonso Guerra como director de la compañía de teatro indie Esperpento, Felipe González como abogado del antro Dom Gonzalo Lonely Heart Club, Pascual Maragall viendo cómo la heroína se llevaba por delante a su hermano Pau Malvido, autor de Nosotros los malditos. Con el carnet de partido, no sólo vendría la claudicación contracultural, sino también la imposición de una sensibilidad que sería transversal de derecha a izquierda: el Gusto Socialdemócrata, un baremo artístico de lo sensato, lo bien ejecutado, lo no conflictivo.

“Es lo que ocurre”, señala Costa en nuestra charla, “cuando alguien defiende al rapero Valtonyc con un ‘es atroz, pero tiene derecho a manifestarse’. Si crees que algo tiene derecho de ser manifestado, ahórrate lo atroz que te parece. El Gusto Socialdemócrata es Manuela Carmen tachando de ‘deleznable’ el montaje teatral de los titiriteros sin haberlo visto, por miedo a pisar una mina que desate otro escándalo mediático. Son esas apreciaciones las que ponen en evidencia que hay un sentido del gusto que articula y cohesiona la sociedad”.

“Si un producto hace que esas sensibilidades localicen elementos inapropiados en él, si hace que lo llamen al orden, lo contracultural, aunque sea en pequeñas trincheras, pervive”.

Cómo acabar con la Contracultura surca Ibiza localizando el primer hippie español para descubrir que era de derechas, hojea antiguos ejemplares de Tiovivo para releer viñetas infantiles con proselitismo de Mayo del 68 , revisa La portentosa vida del padre Vicente para recordar cómo su protagonista, Albert Boadella, tuvo que exiliarse a Francia. “La transformación ideológica de Boadella creo que él mismo la ha asumido como su manera de seguir provocando”, opina Costa, del viraje del dramaturgo y ‘presidente’ de Tabarnia. “Yo creo que el humor no ha de tener límites, pero no está de más fijarte en quién te ríe las gracias; a Boadella, últimamente, quién le ríe las gracias es la ultraderecha”.

El ensayo de Costa también perita el atentado que sufrió El Papus, satírico del que surgiría El Jueves, y en cuya redacción un comando fascista colocaría una artefacto explosivo; como resultado de la detonación, el conserje de la revista perdería la vida. “Si sigues determinados hilos, como por ejemplo el círculo de afinidades de los que atentaron contra El Papus y nunca cumplieron condena, acabarás llegando al entorno de Tabarnia. El fascismo siempre ha estado ahí, pero ahora se siente legitimado para volver a mostrarse. Por eso creo que está bien no dejar de decirlo; no dejar de señalar que en las manifestaciones de Societat Civil Catalana hay figuras de las que todos conocemos la filiación”.

Manifestación en solidaridad con Albert Boadella y Els Joglars en 1977

“Es injusto, incluso para la propia Contracultura, darla por muerta”, señala Costa. “Como recuerda el cantante Pau Riba en Barcelona era una fiesta underground, la Contracultura no estaba llamada a tomar el poder, sino a poner sobre la mesa una serie de ideas que, en tanto que sigan obteniendo pequeñas conquistas, continuarán vigentes y funcionando. Sus rastros ahora surgen, es cierto, en territorios marginales y excluidos, y de forma fragmentada: el trap, por ejemplo, no se comunica con la historieta alternativa, cuando en los años setenta si había una conexión entre cómic y música underground”.

Además de la fragmentación, los nuevos valedores contraculturales también tienen que cabalgar más contradicciones que sus predecesores. “El proceso de asimilación que han podido vivir ilustradores como Mariscal o El Roto es más largo que el que recorren ahora Putochinomaricón o Soy Una Pringada”, dice, del cantante electro-trash y de la colaboradora de Vodafone Yu. “No podemos quitarle el ‘carnet’ contracultural a Soy Una Pringada por estar en un programa con el nombre de una telefónica”, considera el periodista. “Vodafone, cuando ficha a figuras así, no lo hace por su inteligencia como marca, ni por su sensibilidad, ni por la voluntad de apoyar discursos transgresores”.

“Vodafone, lo que está haciendo, es de Condesa Báthory: bañarse en sangre de virgen para parecer moderno”.

Cómo acabar con la contracultura no sólo celebra lo vivido al límite, sino que también ocupa algunos párrafos en lamentar oportunidades y proyectos perdidos. A la cabeza, Galopa y corta el viento, una película frustrada del auteur kinki Eloy de la Iglesia, en la que se narraba el tortuoso romance entre un militante abertzale y un guardia civil enviado al País Vasco. “Una de las conclusiones a las que llegó Eloy de la Iglesia es que la única forma de resistencia está en la vida privada; que la intimidad es un espacio de resistencia. El deseo es uno de los motores contraculturales desde el cual, el feminismo, lo LGTB, han conseguido avanzar en el terreno público”.

“Movimientos como el postporno, la teoría queer, la teoría crip, que reivindica el goce sexual de las anatomías no-normativas, por supuesto son parte de una nueva contracultura, pero lo interesante es cómo se han conseguido convertir también en frentes abiertos dentro del mainstream”, continúa el autor. “Eso es algo que, basta con atender a sus redes sociales, incomoda a muchos”. ¿No hace eso sino confirmar lo contracultural de ese cambio de paradigma?

Spoiler: sí.

“La contracultura”, termina Jordi, “sólo cobra sentido cuando es identificada como un discurso peligroso”.

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