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Lit
En los últimos años, las investigaciones sobre las cualidades terapéuticas del ácido lisérgico han aumentado, y cada vez más personas lo toman en microdosis para "sentirse bien". Ayelet Waldman, Tao Lin y Michael Pollan son algunos de los escritores que han explorado esta nueva dimensión de la psicodelia
Levantarte.
Preparar el desayuno.
Tomar ácido.
Empezar a trabajar.
Lo que podría parecer una enumeración absurda es en realidad una descripción bastante exacta del día a día de la escritora estadounidense Ayelet Waldman. "Esta mañana he tomado LSD", escribe en el prólogo de su último libro. "La mesa ante la que estoy sentada ahora mismo no está respirando. Mi teclado no ha explotado en un castillo de fuegos artificiales psicodélicos ni de las teclas R y P salen rayos y centellas. No estoy mareada ni histérica ni alelada de felicidad. No me siento unida trascendentalmente con el universo ni con la divinidad. Al contrario. Estoy normal".
Esta aburrida normalidad es contraintuitiva, casi indignante. Del ácido esperamos alucinación, trance, distorsión, sinestesia, estados alterados de conciencia. ¿Cuándo ha dejado de ser el LSD una perturbación salvaje del presente, una impugnación de lo cotidiano, la promesa de un mundo diferente? No por casualidad el universo literario de lo lisérgico siempre había estado dominado por lo contracutlural: la droga era un puente hacia otro mundo, más libre, más fraterno, más holístico. ¿Cuándo se ha convertido el ácido en un elixir para el bienestar burgués?
En el caso de Waldman, hay una fecha exacta: 2011. Fue a partir de la publicación de Guía del explorador psicodélico: cómo realizar viajes sagrados de modo seguro y terapéutico, del psicólogo James Fadiman, en el que se recopilaban testimonios de personas que experimentaban con micodosis de LSD. La escritora sufría un trastorno bipolar, y hasta el momento no había encontrado solución a su sufrimiento, ni médica ni espiritual. Por ello, siguiendo los pasos de Fadiman, empezó a tomar LSD en cantidades ínfimas, inferiores incluso a las dosis terapéuticas: aproximadamente una décima parte de la dosis típica.
Como se explica en Qué día más bueno. Tomar LSD en microdosis me cambió la vida, Waldman utilizaba el ácido como antidepresivo blando, algo así como una ración de pensamiento positivo para afrontar el día a día: "poder predecir que el día que tienes por delante va a ser un buen día, de manera sistemática y sin excepciones. Eso es lo que siempre he querido".
Cuando Albert Hofmann descubrió accidentalmente los efectos lisérgicos del LSD, describió su primer viaje con estas palabras: "todo centelleaba y refulgía con una luz viva. El mundo parecía recién creado. Todos mis sentidos vibraban en un estado de máxima sensibilidad". Era un hallazgo psicofarmacológico que podía cambiar el mundo. Intelectuales de todo tipo —de Ernst Jünger a Aldous Huxley— se interesaron por los poderes de la nueva droga. El LSD era químicamente subversivo, llevaba la anarquía en su composición: la detilamida de ácido lisérgico ni tan sólo respetaba el espacio y el tiempo.
Hoy, en cambio, la aproximación al mundo de la psicodelia parece bien distinta. No sólo ha perdido su dimensión política sino que incluso carece del aura transgresora de antaño. Coquetear con el ácido ya no es una forma de desajustar nuestra relación con el mundo sino una estrategia para encajar mejor: ser más eficientes, mostrarnos más felices, estar más sanos. En otras palabras, cumple las mismas funciones que los estimulantes o los antidepresivos.
Basta con repasar el sesgo que tienen las últimas grandes noticias relacionadas con el ácido y las drogas alucinógenas en general, para descubrir un patrón terapéutico evidente: el LSD hace de nuestro cerebro un órgano más completo; las setas son drogas seguras y son beneficosas para tratar la depresión y el estrés post traumático; el LSD puede reducir la ansiedad; algunos psicoterapeutas recomiendan ácido; el LSD quita el insomnio.
No son anécdotas aisladas. En los últimos años, este cambio de perspectiva ha abierto paso a un nuevo paradigma. Hemos pasado de una visión epidemiológica, de salud pública, que se utilizaba para estigmatizar la droga, a una cultura terapéutica. El caso de Waldman es ejemplar, pero no está sola. A finales de mayo, Emily Witt publicaba un reportaje en The New Yorker en el que hablaba precisamente de este renacimiento medicinal de la psicodelia, citando algunos de los principales libros que han contribuido a esta transformación; en especial, el libro de Jennifer Ulrich, The Timothy Leary Project, que revisa la relación de la contracultura con el ácido desde una perspectiva científica. Aunque las figuras sean reconocibles —Allen Ginsberg, Jack Kerouac, Kooning Thelonious Monk— el tono del estudio es muy diferente a lo que escribieron sobre el LSD figuras como Hunter S. Thompson o Tom Wolfe.
Para Michel Pollan, autor de How to Change Your Mind, un ensayo sobre lo que "la nueva ciencia de lo psicodélico nos enseña sobre la consciencia, la muerte, la adicción, la depresión y la trascendencia", este giro terapéutico puede fecharse en 2006, coincidiendo con el centenario del nacimiento de Albert Hofmann.
Con cien años, Hofmann participó en un congreso que congregó a expertos e investigadores de todo el mundo. Además, en la revista académica Journal of Psychopharmacolgy, se acababa de publicar el primer artículo con revisión a doble ciego basado en un experimento con un grupo clínico de control, que pretendía explorar los efectos psicológicos del LSD. Pero fue también en 2006 cuando la Corte Suprema de Estados Unidos aprobó la importación de ayahuasca para que fuera usada como sacramento por parte de un grupo de religioso procedente de Brasil: el camino religioso hacia la legalización de las drogas alucinógenas coincidía con el científico.
No sorprende, pues, que en este contexto se haya recuperado LSD. Cómo descubrí el ácido y qué pasó después en el mundo (Arpa editores), las memorias de Hofmann, y que se haya hecho en una nueva edición comentada que propone "una panorámica actual sobre la LSD. Explica cómo ha 'rejuvenecido' y cómo su uso se ha normalizado por completo en el ámbito farmacéutico, en psicoterapia y en culturas elitistas como la de Silicon Valley, hiperconsumidora a las microdosis de LSD".
Pero quizá el caso más sorprendente —y que permite contrastar mejor los usos actuales del LSD con la experiencia contracultural— sea el del novelista Tao Lin. En mayo publicó Trip. Psychodelics, Alienation and Change, su segundo libro de no ficción, en el que se mezclan memoria, historia y trabajo periodístico para hablar de los cuatro años en los que Lin experimentó conscientemente con las drogas psicodélicas.
Si sorprende es porque Trip llegaba después de Taipei, una novela en la que los personajes se drogaban con casi todo lo que tenían a mano, ya fuera MDMA, Xanax o heroína. El cambio de perspectiva era radical y evidente: del consumo recreativo, motivado por la depresión o la resignación, se pasaba a un tratamiento consciente, controlado, casi clínico. En el libro no hay referencia a la metafísica psicodélica de los sesenta. Como concluye Emily Witt en su reseña: "si no es un libro de autoayuda, Trip es el libro sobre una persona que intenta ser más feliz".
El experimento de Lin fue con distintas drogas alucinógenas y se alargó algunos años. El de Ayelet Waldman, en cambio, duró sólo un mes. "No estoy dispuesta a embarcarme en un programa que me obligaría a delinquir de forma reiterada", explica en su libro. Pero sí ansía, y lo dice explícitamente, que "las puertas de la percepción" se abran a la terapia: "la principal conclusión de este experimento ad hoc de treinta días es que es necesario completar más y mejores estudios de investigación sobre esta substancia".
El LSD, que se popularizó en las universidades estadounidenses como parte de un tratamiento para la migraña, ha vuelto al laboratorio. El giro es evidente y... ¿definitivo?
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