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Ni vaqueros, ni robots: 'Westworld' es un tratado de filosofía

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Imagen: HBO
 

La segunda temporada de la serie nos ha servido para descubrir que 'Westworld' es mucho más compleja de lo que parece: no es la típica historia de androides inteligentes que se sublevan contra los humanos. Os dejamos con algunas reflexiones antes de que este domingo se emita el último capítulo de la temporada

Eudald Espluga

22 Junio 2018 14:06

Empecemos por lo importante: Westworld no es una serie sobre robots. Tampoco sobre cowboys o samuráis. No es ciencia ficción y, mucho menos, una distopía tecnológica sobre los peligros de la Inteligencia Artificial.

Westworld es, por lo menos, un curso de filosofía de la mente; una investigación sobre teoría literaria y literatura comparada; una revisión irónica del western y, en general, de todos los géneros cinematográficos; un panfleto político contra la manipulación cibernética; un tratado sociológico sobre las emociones; y una teoría historiográfica sobre la memoria.

No es una exageración. La segunda temporada —cuyo último capítulo se emite este domingo— ha radicalizado una propuesta que en la primera sólo podía llegar a intuirse. Al principio, la serie repetía un esquema que habíamos visto una y mil veces: en un futuro próximo, un parque temático ambientado en el Salvaje Oeste abre sus puertas; su singularidad radica en los androides que lo habitan, unas máquinas casi perfectas, indistinguibles de los humanos.

Aunque no hayamos visto nada más, sólo con leer la premisa en la Wikipedia ya sabemos qué pasará: un fallo en el sistema va a provocar que los robots se emancipen de la tutela humana y conquisten la libertad.

Y así es.

Entonces, ¿qué hace especial a Westworld?

Si nos detenemos en la primera temporada, la respuesta es descorazonadora: una trama excesivamente tópica, lenta, repetitiva, encallada en digresiones aparentemente incomprensibles. Parece que la serie sólo aporta calidad desde el punto de vista formal —la historia está contada a través de flashbacks que, hasta el final, no sabemos que son flashbacks—. ¿Hay misterio? Sí. ¿Hay una trama compleja que anima a discutir el significado de cada capítulo? Sí. ¿Hay acción? Sí, mucha. Pero la sensación, al final, era que estamos viendo algo que ya hemos visto muchas veces. Demasiadas.

Pero es esta misma sensación de hastío, de caricatura, sumada a las extrañas reflexiones filosóficas que poco a poco nos van dejando los personajes, la que abre la puerta a una segunda interpretación, que ha terminado por confirmarse en esta segunda temporada: lo importante de Westworld no eran los robots, sino que éramos nosotros, los humanos.

O dicho de otro modo. La serie no nos habla del futuro, ni fabula en condicional sobre una catástrofe cyberpunk; por el contrario, nos invita a indagar en la naturaleza narrativa del ser humano, desde una perspectiva no muy lejana a cómo lo hizo el filósofo francés Paul Ricoeur.

Identidad narrativa

En Westworld, la humanización de los androides —de los anfitriones, como se les llama en la serie— no sigue los cauces habituales. No se produce mediante una epifanía de reconocimiento y autoconciencia. No son robots que, ¡chas!, se convierten repentinamente en seres emocionales. Su perfección técnica es tan elevada que ya parten con todo este bagaje: están programados para tener conciencia; para gozar de autonomía; para ser emocionales. Y esta programación consiste solamente en una cosa: narrativa.

Los androides son argumentos universales de la literatura. Sus emociones son tópicos de la retórica. La épica que persiguen es una épica con guión. Repiten una y otra vez misma historia, aunque tengan autonomía para cambiar las palabras, para tomar decisiones por su cuenta, para imaginar nuevos caminos. Lo hacen del mismo modo que novelas y películas repiten siempre los mismos argumentos, sólo con ligeras variaciones: el amor prohibido, el pacto con el diablo, el viaje de autoconocimiento, la mujer adúltera, el descenso a los infiernos, la venganza, el intruso destructor, el amor prohibido

De hecho, como recuerdan Jordi Balló y Xavier Pérez en La semilla inmortal. Los argumentos universales en el cine, la creación de vida artificial es también un tópico que va más allá de las distopías sobre Inteligencia Artificial e, incluso, que los cuentos góticos al estilo de Frankenstein, puesto que puede remontarse hasta los mitos de Prometeo y Pigamilión. Por ello Westworld, de entrada, nos resulta especialmente tosca y evidente, porque se limita a entrelazar estos esquemas clásicos sin apenas cocinarlos.

Pero volvemos a repetirlo, y quizá ahora podamos entenderlo: Westworld no va de robots, ni de vaqueros, Westworld habla de nosotros. Los anfitriones son solo un espejo que nos descubre como seres construidos a base de narrativas. Nuestras ideas, nuestras emociones, nuestras decisiones, nuestros planes de vida, nuestros ideales morales. Todo son relatos: incluso nuestra identidad, nuestro "yo".

Como seres lingüísticos que somos —sólo podemos articular nuestra conciencia a través del lenguaje—, resultamos ser una mezcla de todas las historias que hemos ido absorbiendo a lo largo de los años, de historias que hemos ido modelando, cambiando, desdeñando. Y por más que deseemos afirmarnos por encima de estos esquemas universales, cuando respondemos a preguntas fundamentales como "quién soy", "quién quiero ser", "cómo he llegado hasta aquí", "cómo voy a vivir a partir de ahora", lo hacemos siempre con una historia que probablemente hemos aprendido en el cine o leyendo una novela.

La memoria, la historia, el olvido

Aunque esta idea tiene largo recorrido en la historia de la filosofía, fue Paul Ricoeur quien sistematizó con más precisión la noción de "identidad narrativa".

Para el francés sólo llegamos a ser individuos cuando podemos dar un relato autobiográfico de nuestra vida en el que somos, al mismo tiempo, narradores, co-autores y personajes. Lo interesante —y con esto volvemos a Westworld— es que según el autor de La memoria, la historia, el olvido, para que esta narración sea posible debe tener una dimensión temporal. Nuestros relatos deben proyectarse hacia adelante —a través de "proyectos, esperas, anticipaciones, mediante los cuales los protagonistas del relato son orientas hacia su futuro"—, pero también hacia atrás, hacia el pasado: a través de la memoria.

Es precisamente en el juego entre memoria, olvido y propósito prospectivo que los androides de Westworld conquistan finalmente la conciencia. La serie nos había enseñado que cada vez que morían —normalmente eran asesinados brutalmente— los robots eran formateados y colocados nuevamente en el parque para que repitieran su guión. Pero debido a un fallo en la actualización de sus programas, algunos anfitriones comienzan a ser capaces de recordar lo que habían vivido en sus vidas pasadas. La memoria les permite sobrepasar una identidad esquemática, única y plana —de personaje secundario de novela barata— y articular por fin una narración de sí mismos —como autores, narradores y personajes— que no se diferencia de la conciencia humana.

Esta equiparación narrativa entre robots y humanos tiene un reverso, que viene en forma de giro de guión: en la segunda temporada [en lo que queda de párrafo sigue un spoiler] se descubre que Delos Inc, la empresa a la que pertenece Westworld, el parque temático, en realidad no está interesada en la tecnología que rodea a los androides, sino que el parque es un instrumento para acumular datos sobre cómo los humanos interactúan con sus propios relatos autobiográficos: algo así como un big data de identidades narrativas. Su objetivo científico —este sí, distópico— es la inmortalidad: trasplantar las narrativas entrecruzadas que hacen que un sujeto sea un sujeto (su memoria, sus propósitos, sus ideales) a un cuerpo androide.

Westworld es excesivamente repetitiva, trillada, lenta y previsible. Lo es de forma consciente, porque obliga al espectador a confrontarse con sus propios relatos: nos enseña que sólo somos uno de esos personajes planos, con propósitos banales y ridículamente comunes; que nuestros ideales no son nuestros, que los hemos leído; que nuestras emociones están tan programadas como las de los androides; que la conciencia no es un milagro, sino la suma de tiempo, narración y proyección.

Pero también nos dice —y esto es mucho más importante—, que esta recurrencia narrativa no es ridícula, ni propia de individuos sin personalidad ni carácter. Nos dice que esta recurrencia es lo que nos hace humanos.

Ni vaqueros, ni robots: Westworld es un tratado de filosofía.


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