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'Thor: Ragnarok' es brillante, y una inesperada alegoría sobre la situación en Cataluña

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En la tercera entrega de su franquicia, 'Thor' ve cómo Asgard, su tierra natal, sufre un golpe de estado a manos de su hermana Hela. En ciertos pasajes, la película parece una alegoría involuntaria a la situación política por la que atraviesa Cataluña

víctor parkas

22 Octubre 2017 06:00


“Asgard no es un lugar: es un pueblo”. La frase es de Thor. De Thor: Ragnarok. El momento de la película en el que se pronuncia, altamente dramático, con el fantasma del exilio recorriendo la pantalla, hace que pongas en perspectiva el film entero. La tercera entrega del Dios del Trueno es la más brillante de toda la saga, la que más oxígeno da al pastiche Marvel y la más vikingo-festiva que haya visto la trilogía. Por suerte, sus potenciales no terminan ahí: Thor: Ragnarok, de forma involuntaria, funciona también como alegoría sobre el pulso catalán, la vehemencia que sobre él están ejerciendo las autoridades españolas, y el vodevil alrededor de ambos frentes.

Desde su mismo título, Ragnarok, la película advierte que el desafío al que van a enfrentarse los personajes es definitorio: el concepto era usado en la terminología nórdica para referirse a la batalla que significaría el fin del mundo tal y como lo conocemos. La retórica constitucionalista, que ve en su eventual mutación el único apocalipsis posible, encuentra en construcciones como “romper España” o “desafío secesionista” su propio Ragnarok. Cuando éste llega en la película –porque llega–, lo interesante es su articulación: depende del bando de ficción al que quieras adscribirte, localizarás al responsable de ese apocalipsis, inmediatamente, en su contrario.

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Si en estos días de tensión entre Cataluña y España hay un disenso en cuanto al relato –los hechos acaecidos el 1-O, por ejemplo, varían según a quién sea afín el medio que los narra–, Thor: Ragnarok sube el telón, precisamente, con una escena revisionista: cuando Thor vuelve a Asgard, su tierra natal, encuentra estatuas de oro en honor a su hermano malévolo Loki, así como funciones teatrales que dibujan al pérfido personaje como un héroe de guerra; un inspirador mártir. La línea editorial, como suele pasar cuando la Historia se vuelve homenaje, la marca el homenajeado: es el propio Loki el que, aprovechando la ausencia de su padre Odín, ha convertido Asgard en un panegírico viviente. El suyo.

Loki, sin embargo, sirve poco más que como alivio cómico en Thor: Ragnarok. La película nos presentará a una nueva villana, Hela, también hija de Odín, que vuelve dispuesta a tomar el trono de Asgard de forma ilegítima. Hacerse con todas las competencias. Aplicar, por la fuerza, el equivalente mitologico-germano al artículo 155 de la Constitución Española. La ley por la ley: ella, como hija de Odín, reclama la propiedad del cetro familiar, pese a haber sido expulsada de Asgard por su tendencia al belicismo; al gusto por la espada. ¿La respuesta del pueblo asgardiano contra el golpe de mano? Auto-organización, resistencia pacífica y paciencia pre-escandinava.

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Mientras tanto, y pese a no compartir nombre de pila, Thor y Loki se convierten en presos políticos: Hela los manda a Sakaar, un planeta limbo de estética Warhammer 40.000. La sentencia, tan informal e irregular como puede serlo el hechizo con el que se aplica en el film, apuesta más por el espectáculo que por el rigor legal. En Sakaar, Thor es, directamente, utilizado como gladiador; empujado a una arena dónde su papel es ser vapuleado en público. Con cada puñetazo y cada golpe contra el suelo, las masas que forman el público son arengadas. Cada hostia y cada humillación tienen, en definitiva, motivaciones ejemplarizantes.

Mucha arena de la que Thor traga y escupe en Ragnarok se la sirve, a manguzadas, su compañero de Los Vengadores Hulk. El monstruos esmeralda, desde que llegase a Sakaar hace dos años, jamás ha logrado recuperar la personalidad humana y mesurada de Bruce Banner. El planeta limbo, dónde Hulk recibe trato de semidios, ha permitido a la criatura permanecer, a tiempo completo, en un estado colérico, desatado y argumentativamente febril. Sakaar, en definitiva, es a Hulk lo que Madrid fue para dramaturgos y columnistas catalanes como Albert Boadella, Félix de Azúa o Arcadi Espada: una pista de baile que, al contrario de la que dejaron atrás, está hecha a medida para lanzar ex abruptos de radiación gamma.

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En días en los que se está hablando de aleccionamiento a infantes, de la inmersión lingüística al plan gubernamental para enfrentarla, es difícil no pensar en ello cuando descubres el funcionamiento de Sakaar: si todo el mundo sigue las directrices de Jeff Goldblum –cuyo personaje en la película se llama, para más alarde, el 'Gran Maestro'– es porque éste ha colocado micro-chips de control mental a todos aquellos que necesitaba mantener bajo (su) control. Si esos discos de control mental fueran, como el cava hace dos semanas, de fabricación catalana, irían condensados en su software Tirant lo Blanc, L'Auca del Senyor Esteve y, cómo no, la bibliografía completa de la ínclita Mercè Rodoreda.

Uno de los momentos más bellos de Thor: Ragnarok sucede, precisamente, cuando el disco de Tessa Thompson es formateado. La secuaz de Goldblum se descubre como una de las guerreras valquirias que expulsaron a Hela decenios atrás, desvelando así el importante papel que desempeñaron las asgardianas en la rebelión contra la hija de Odín. El “la revolución será feminista o no será”, que suele hacer suyo un partido soberanista como la CUP, tiene su mejor expresión en el pasaje slow-mo con el que la película se deleita en la feroz lucha de Thompson, y el resto de amazonas, contra la inclemente Hela. Caen como plumas en una guerra de cojines, sí; pero Thor: Ragnarok sirve, precisamente, para ver con qué pericia aterrizan y despegan de nuevo.

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Tampoco es detalle menor que Thor: Ragnarok celebre su clímax, literalmente, en un puente. El que tenía que ser escenario de diálogo y posterior tránsito se ve convertido, de repente y sin necesidad de cartearse, en el ring superheroico del Marvel Battleground –hacer cualquier analogía al respecto sería incurrir en el pleonasmo. Lo interesante, en este caso, es ver como dicho puente no tiene un papel pasivo, sino que en la demolición del mismo, en el agotamiento de todos los recursos que ofrece, podría encontrarse la libertad que reclama Asgard. “No es un lugar: es un pueblo”, insiste Thor. Suena a speech triunfalista. A campaña electoral. A Junts pel Sí reclamando su Valhalla.

Quizás Thor: Ragnarok no sea la respuesta de la comunidad internacional que ansiaba el independentismo catalán, pero es una. Y, para consuelo de todos, lleva música Mark Mothersbaugh.

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