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Él mismo ha caído en su trampa de arrogancia elitista. Macron ha acabado pidiendo perdón a unos chalecos amarillos que ya son el símbolo de la rabia acumulada que la ultraderecha quiere aprovechar
Margaryta Yakovenko , Ignacio Pato
11 Diciembre 2018 13:41
Macron ha pedido perdón. Lo ha hecho subiéndole 100 euros al mes el salario mínimo a los franceses. También descontando impuestos a las horas extras. Macron ha mirado hacia abajo. “La cólera que hoy se expresa es justa en muchos aspectos”, ha reconocido. El presidente jupiteriano de Francia ha sido parcialmente derrotado por los chalecos amarillos, pero es una cura de humildad a destiempo. Él mismo ha ido tejiendo su propia trampa.
La arrogancia era tan grande que le impedía siquiera mirarse al espejo. Desde el principio, quedaba claro que la intención de Emmanuel Macron no era tanto hacer como estar. Estar en los círculos del G20 con un traje impecable. Estar presidiendo la primera línea de los líderes mundiales en la conmemoración del centenario del fin de la Primera Guerra Mundial. Estar con Trump al lado mientras Daft Punk actúan bajo tu mirada para celebrar el Día de la toma de La Bastilla.
Cuando por fin ha decidido echarle un vistazo al espejo, se ha encontrado con un reflejo parecido al que encontró Dorian Gray cuando miró su retrato: un lienzo carcomido que servía como recordatorio de todos sus pecados. Al otro lado del espejo estaban los trabajadores franceses con los que Macron pocas veces se ha cruzado. Y no llevaban traje sastre ni una capa de maquillaje, vestían un chaleco amarillo cosido por la ira.
La popularidad de Macron se encuentra en su punto más bajo desde hace años. En septiembre, solo un 31% de los franceses aprobaban su gestión después de las dimisiones fulminantes que presentaron en su mesa el ministro de Transición Ecológica y la ministra de Deportes. Políticamente, si Macron no consigue recuperarse, la gran esperanza blanca liberal de Europa puede darse por perdida. La alianza que había trazado con Merkel para capitalizar la impresión de que juntos plantaban cara a la ultraderecha ya no es tan fuerte como antes. Los años de Merkel ya están contados y su sucesora nombrada. Macron se ha quedado solo, con unas propuestas por cumplir que nadie quiere que cumpla, con una autoridad lastrada. Al otro lado del espejo, la visceralidad del odio que despierta su nombre, tanto que ha servido para aglutinar un movimiento heterogéneo y sin líderes, debería empezar a preocuparle.
Ecopolítica, deslocalización y la Francia vacía
La primera reivindicación fue simple: Macron, quita el impuesto a los carburantes. Precisamente la claridad de la petición fue lo que ha conseguido que un movimiento sin líderes claros, y que se ha movilizado mayoritariamente a través de redes sociales, no se haya diluido y haya llegado hasta las calles de París, a cerrar la torre Eiffel y a llevar a movilizar a 125.000 policías contra 120.000 manifestantes.
Pero detrás de la demanda había una realidad mucho más compleja. Macron quería convertirse en el presidente de la transición ecológica, el estudiante aplicado que convertía el acuerdo de París en su libro de cabecera y lo allí firmado en las tablas de la ley. Pero no contaba con que la realidad de las provincias francesas, y de hecho las de casi cualquier país del mundo, es completamente distinta a lo que pasa en la capital. Si le tocas a unas personas -que durante años el Estado y el lobby automovilístico han convertido en dependientes del diesel y la gasolina- su único medio de transporte, y por tanto de ganarse la vida, no se lo van a tomar muy bien. De hecho, se lo tomarán lo bastante mal como para pedir tu cabeza y compararte con Luis XVI, que perdió la suya en la Plaza de la Revolución.
Tal y como describe el europarlamentario de Equo Florent Marcellesi, los recortes y la austeridad han mermado los servicios públicos y la presencia del Estado en materia de sanidad, seguridad o transporte, pero el daño se siente mucho más en la Francia vacía. Durante años, siendo Macron ministro de Economía e Industria, las provincias han visto cómo se cerraban consultas del médico, colegios o servicios de tren que eran sustituidos por autobuses y la gente se quedaba aislada, con su coche como único medio de salir al mundo. Dicho de otro modo: los parisinos pueden estar preocupados si su Uber Eats utiliza o no una moto eléctrica para traerle la cena pero un residente de un pueblo de Bretaña está más preocupado de cuánto le va a costar la gasolina para ir al súper que se encuentra en los albores del pueblo en un centro comercial con cines con palomitas rancias y McDonald's.
Los minidistritos que se hicieron populares en la Unión Soviética, en los que tenías grandes conjuntos de edificios de hormigón prefabricado, tiendas, cafeterías y colegios con la regla de que todo te quedara a 15 minutos a pie de distancia, no son la estructura preferida en las ciudades de Occidente donde la globalización ha traído tiendas al centro de las grandes urbes y a los centros comerciales de las periferias, dejando el resto del terreno urbano desatendido. Precisamente será por la brecha de la deslocalización por donde el discurso de la necesidad de adoptar medidas para combatir el cambio climático caerá al abismo. El ejemplo de China o la India es bastante significativo en este sentido. Mientras en ambos países se construyen grandes parques solares para proveer a las ciudades e industrias de energía, los habitantes de las provincias se siguen calentando con chimeneas de carbón. De hecho China, a pesar de ser el país que más rápido avanza en la producción de energía renovable, sigue siendo tan dependiente del carbón que consume el 50% de todo el que se extrae en el mundo.
Para que la transición ecológica tenga sentido y no provoque roces entre urbanitas y el resto de los habitantes del país, deberá ser socialmente justa. Aplicar impuestos al diesel y quitárselo a las rentas altas te convierte en un presidente que no legisla para todos. Y si el dinero recaudado con los impuestos no lo devuelves para financiar más medidas ecologistas, tu discurso se tambalea. Sabíamos que si dejábamos que el planeta aumentara de temperatura y subiera los 2 temidos grados que nos quedan para desatar la tragedia daría comienzo una nueva era de sequías, hambre, migraciones y conflictos. Con lo que no contábamos es con empezar a adoptar ecopolíticas y recibir en la cara una explosión de rabia ciudadana porque el terreno no se ha preparado para cambios tan drásticos. Porque esos cambios no son comprensibles cuando el tractor, la maquinaria de la fábrica de chapa o tu coche que te lleva cada día al curro siguen pidiéndote la misma gasolina que ayer. Solo que hoy, para poder pagarla, tendrás que pensarte si llevas a tu hija o no al dentista.
Emmanuel Macron es un joven banquero que estudió en la ENA de las élites francesas y está casado con su profe de lengua. Uno di noi, como se denomina vulgarmente en el fútbol a un ídolo cercano o con raíces populares, no sería para el francés medio. Su presidencia además ha amplificado esta distancia de arriba a abajo. A pesar de llegar al Elíseo sirviéndose en buena medida de un voto contra su rival -Marine Le Pen y Macron casi empataron en la primera vuelta, y aun así la candidata de extrema derecha recibió el apoyo de 10 millones de franceses en la segunda-, no ha dejado de alejarse de la ciudadanía hasta tener el pasado mes de noviembre el porcentaje más bajo de popularidad desde que es presidente. Le ha costado desprenderse de la imagen de presidente jupiteriano que él mismo -y perfiles profundos pero con aroma elitista, como el de Carrère en The Guardian- contribuyó a crear.
Él contribuyó en parte a forjar ese movimiento heterogéneo de chalecos amarillos en el que todas las sensibilidades políticas parecen confluir en una cosa: la cabeza de Macron. Macron es presidente gracias a un movimiento más que un partido, En Marche!, que repudiaba el seguidismo artrítico de Los Republicanos y el Partido Socialista. En medio de esas aguas antipolítica tradicional, Macron ya era consciente de que existía un malestar abstracto que podía tomar forma en cualquier momento: “He estado atento durante toda la campaña a la rabia contra Europa y a la falta de comprensión de la globalización”.
Macron se ha estrellado contra la antipolítica y el antielitismo, dos sentimientos vagos y a menudo entrecruzados que han ido haciéndose fuertes mientras el presidente reñía a un adolescente por saludarle con un “qué tal, Manu” o sermoneaba a un parado con un “cruzo la calle y te encuentro un trabajo”.
Son episodios como ese, en contraste con su impecable y calculada imagen pública en cumbres y visitas de otros presidentes la que arroja un balance fatal en términos de imagen: duro abajo, blando arriba. Mucho más incómodo ante un estudiante o un desempleado que en una cena de gala del G20.
Hacía tiempo que no se veía tanta rabia relativamente organizada en las calles europeas. Los antecedentes más cercanos en el tiempo serían las protestas del final del verano en Chemnitz, Alemania, con trasfondo xenófobo, e incluso las razzias ultras en la Eurocopa en suelo francés de 2016. Ninguna tiene precisamente caracter progresista o constructivo. La rabia hace tiempo que se politiza desde posiciones reactivas.
La de los chalecos amarillos es una protesta de vaso colmado. Al propio Macron, y a medio mundo, le ha sorprendido la vehemencia y la agresividad -junto al aparente caracter repentino- de los manifestantes.
La petición literalmente conservadora de mantener a raya el precio de los carburantes ha acabado volviendo a hacer arder París. Hemos visto resucitar la vieja épica -de claros tintes testosterónicos- de los adoquines, han vuelto las barricadas, se han volcado coches de lujo y todo con la mirada atenta de una ultraderecha que por debajo de la mesa se frota las manos. Le Pen, Bannon, Salvini, Trump, Vox: todos ellos tienen en común algo mucho menos abstracto que la palabra facha y está en las calles parisinas. En privado conspiran, pero en público abrazan todo aquello que transpiran los gilets jaunes: rabia, las cosas claras, lenguaje y acción directa, ni un paso atrás en el mantenimiento de derechos. Sean estos justos o no, inventados o no, pues para el suculento botín que se disputa la extrema derecha, la consigna es aprovechar la ira de un hombre que se juzga a sí mismo amenazado por la desaparición de grandes narrativas, por la igualdad de género o, por qué no, por la subida del precio del carburante.
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