Votar a los 16 para frenar a los fascistas

Si puedes trabajar o casarte, deberías poder votar.

Ayer las calles de Sevilla, Málaga o Granada se llenaron con miles de jóvenes para mostrar su profundo rechazo al fascismo que acaba de entrar por primera vez en las instituciones españolas desde que Blas Piñar de Fuerza Nueva perdiese su escaño en el Congreso hace 36 años. Trabajadoras o estudiantes, muchas de estas personas no tienen derecho a voto.

Sí, tienen, sin embargo, memoria. "380.000 andaluces han votado que volverían a fusilar a Lorca" se leía en una de las pancartas. Quizá es a lo que teman partidos como Ciudadanos o el Partido Popular, que ya rechazaron este año la propuesta de Unidos Podemos de rebajar la edad de voto a los 16 años.

Para Albert Rivera, votar debe ir de la mano de poder ir a la cárcel, para el PP se equipara con someterse a una operación quirúrgica solos. Votar como algo equiparable a una experiencia traumática. Es el problema de entender el voto como un mero proceso administrativo, una formalidad democrática sacralizada cada cuatro años, en lugar de como el proceso natural derivado de la socialización de la persona. De su politización natural en función de sus relaciones humanas y condiciones materiales. Es decir, de su experiencia con el mundo.

La medida afectaría potencialmente a más de 800.000 personas. Jóvenes, sí, pero sin miedo y necesarias, porque el miedo es la gasolina de la extrema derecha. El miedo al diferente, al desconocido, azuzado mediante falacias. Comparado con una persona de 56 años, ¿lo tendrían los partidos fascistas igual de fácil para convencer a alguien de 16 años de que el culpable de todos sus males es una compañera de clase, un amigo cuyos padres vinieron de otro lugar u otro estudiante que tiene la intención de estudiar su misma carrera universitaria?

Si es que puede pagarla, porque en eso tampoco los adultos se lo hemos dejado fácil.