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‘Lady Bird’ nos recuerda que ya es hora de reconciliarnos con nuestros padres

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La protagonista descubre a sus 17 años lo que es la brecha social sin estar preparada para soportarlo

Rubén Serrano

23 Febrero 2018 09:45

Todos hemos querido rebelarnos ante nuestros padres en la adolescencia. Todos hemos creído a ciencia cierta que algo mejor nos estaba esperando lejos del hogar en el que crecimos. Todos hemos intentado transformar nuestra identidad para alcanzar nuestras metas. Todos hemos actuado alguna vez de esta forma ignorando las consecuencias que podríamos detonar. Y Lady Bird también.

Esta película dirigida y escrita por Greta Gerwig se centra en Christine, una joven de 17 años de Sacramento (California), que desea con todas sus fuerzas marcharse a estudiar a Nueva York y así disfrutar de los placeres cosmopolitas de la vida. Pero, por el momento, reside en un barrio humilde con sus padres, que luchan para poder pagar las facturas y llegar a fin de mes de manera holgada.

Christine se avergüenza inconscientemente de la naturaleza trabajadora de su familia. Al mismo tiempo, le frustra verse limitada por la brecha social que la separa de sus compañeros de clase, que viven en las imponentes mansiones de tres pisos con las que ella tanto fantasea. Con todo, Lady Bird es una retrato de la clase media aspiracional que quiere optar al mismo prometedor futuro que les aguarda a las familias mejor posicionadas económicamente.

Para intentar escapar de esta tortura mental, Christine decide bautizarse como Lady Bird, dándole una patada al nombre que le pusieron sus padres. Ella y su nuevo ego se apuntan al grupo de teatro del instituto mientras el materialismo y el hedonismo empiezan a seducirlas. Así, cegada por las revistas de moda que consume, cae rendida ante los primeros amores teen que responden al clásico patrón de chico guapo de alta cuna.

Lady Bird somos todos nosotros con 17 o 18 años asfixiados en nuestros pueblos y soñando con tener una carrera profesional en la gran ciudad. Quizá teníamos la cabeza llena de pájaros como la joven que interpreta Saorise Ronan y quizá también por culpa de nuestra inocencia no supimos apreciar todo lo que nuestros padres hicieron por nosotros, como darnos una educación o satisfacer nuestros caprichos mientras afrontaban una hipoteca.

Greta Gerwig ya ha dejado huella en mundo del cine con su ópera prima. La cineasta estadounidense se ha convertido en la quinta mujer de la historia nominada a Mejor Dirección en los Oscar . Su debut es una de esas obras que se puede leer en clave autobiográfica y que permite conocer mucho más el alma de su autora.

Entre Gerwig y la adolescente pelirroja intensa y sarcástica se esconde más de un paralelismo. Ambas son de Sacramento, estudiaron en un instituto católico y sus madres son enfermeras. Además, por si fuera poco, Lady Bird y la madre de Gerwig responden al mismo nombre, Christine. Es incuestionable que la directora tomó prestado de su pasado algunos deseos, anhelos y reflexiones para crear su primer largometraje.

A ratos, Lady Bird podría funcionar como una especie de precuela de Frances Ha (2012). Gerwig escribió y protagonizó esta comedia dramática en blanco y negro en la que encarnaba a una joven bailarina de Sacramento que buscaba el éxito en Nueva York. Las protagonistas de las dos películas lamentan los escasos recursos económicos que tienen, a la vez que se dan cuenta de que la vida no era el camino de rosas que habían idealizado en su mente.

Lady Bird ya había escuchado esta advertencia en boca de su madre (Laurie Mercalf), sin embargo prefirió hacer oídos sordos; al igual que hicimos muchos de nosotros. La relación entre madre e hija gira dentro de una vorágine de incomprensión mutua. Las dos terminan intercambiándose gritos en cada intento de diálogo porque, aunque se escuchan, no quieren hacer el esfuerzo de entenderse.

La menor ve con malos ojos la negativa de su madre de dejarla ir a estudiar a “la Gran Manzana” y Marion McPherson le recrimina que sea una egoísta por no valorar el esfuerzo económico que día a día hacen ella y su padre por mantener a la familia. Aun así, para Lady Bird eso ya no es suficiente y suplica poder aspirar a algo más. La encargada de darle constantemente un golpe de realidad es su madre, que le recuerda sus orígenes con verdades demoledoras como “eso lo hacen los ricos, nosotros no somos ricos”.

Aunque no lo parezca a primera vista, la cinta de Gerwig es una reconciliación entre padres e hijos. Desde nuestra inmadurez adolescente desconocemos los fantasmas por los que nuestros padres están pasando, como la angustia tras ser despedido del trabajo o una depresión que arrastran desde hace años. Por su parte, las personas que nos dieron la vida se topan de pronto con la soledad cuando observan a sus hijos salir por la puerta de casa con las maletas en la mano. Y es en este punto exacto de Lady Bird en el que resuenan de fondo ecos de Boyhood (2014).

El alter ego que Christine se creó se irá desmoronando poco a poco. Desilusión tras desilusión, descubrirá que la forma de conseguir sus objetivos no consiste en reemplazar a su mejor amiga por un grupo de chicos pijos que viven en caseríos y conducen coches de alta gama. Financiarse la matrícula universitaria pasará por fregar vasos, servir platos y sonreír a los clientes en un supermercado; trabajos que su madre le obligará a ocupar para que aprenda que lo que uno quiere, mucho le cuesta.

Solo cuando Lady Bird deje de negar sus raíces y de rechazar lo que ella es, prescindirá de la identidad que está impostando. Al llegar ese momento, abrazará de nuevo a Christine, su verdadero yo. Será entonces cuando sola, en medio de una gran ciudad y pagando una gran cantidad de dinero por un piso mugriento, llamará confundida a su madre. Con ella tiene pendiente una conversación sincera y un par de disculpas. Y, como Lady Bird, todos nosotros también.

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