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Artículo '120 pulsaciones por minuto' avergüenza a Europa por su pésima gestión del sida Culture

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'120 pulsaciones por minuto' avergüenza a Europa por su pésima gestión del sida

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La ganadora del Premio del Jurado en el Festival de Cannes es una impactante película que nos recuerda por qué Europa también debería pedir perdón por dejar morir a los enfermos de sida

Rubén Serrano

19 Enero 2018 11:04

Nunca antes había llorado de una forma tan amarga y contenida en el cine. Conforme avanzaba, sentía cada vez con más fuerza los golpes que 120 pulsaciones por minuto me estaba dando. La obra del director francés Robin Campillo es una apisonadora emocional. También es la película más política sobre la lucha contra el sida que se ha hecho en los últimos años.

Philadelphia, The Normal Heart, Dallas Buyers Club o la reciente When We Rise. La lista sobre producciones que retratan la tragedia de una enfermedad que ha acabado con la vida de 35 millones de personas en el mundo es extensa. Sin embargo, todos los títulos que podamos recordar tienen algo en común: las historias se centran en Estados Unidos y eso nos ha anestesiado la magnitud de los hechos.

120 pulsaciones por minuto está ambientada en Europa. Y eso nos recuerda que esta cruel epidemia también se cobró vidas al lado de nuestra casa. También avergüenza a los Gobiernos europeos, que contemplaron pasivos como miles de personas morían una tras otra mientras ellos no hacían nada al respecto.

El largometraje se centra en el grupo militante Act Up, que desde finales de los 90 tomó las calles de París para denunciar el abandono institucional que sufrían los enfermos de sida y portadores del VIH. La organización le recriminó al ejecutivo de François Mitterrand haberse convertido en un asesino al abandonar a su suerte a gais, prostitutas, heroinómanos y hemofílicos; los principales grupos sociales afectados por la enfermedad.

Cuando empezamos a comprender la situación es inevitable sentir impotencia al descubrir que en esta epidemia los gobiernos no fueran los únicos culpables. Uno de los grandes aciertos de la cinta es evidenciar que la interesada industria farmacéutica prefirió esconder información sobre los nuevos antirretrovirales que estaban testando por motivos económicos. Tampoco ayudó el resto de la sociedad, para quienes las víctimas eran ciudadanos de segunda clase.

Ante este desolador panorama, la forma de conseguir que se reconociera el sida como un problema de salud pública era ser combativo con acciones necesariamente provocativas. Resulta impactante ver como una de las actuaciones más controvertidas de Act Up fuera ir a los institutos a repartir preservativos e impartir charlas improvisadas de educación sexual; unas campañas de prevención que también siguen siendo necesarias actualmente.

Por eso, 120 pulsaciones por minuto es una película sobre memoria histórica. Nos recuerda la dura lucha del colectivo LGTBI por su supervivencia y por su dignidad. La obra de Campillo es una apología al activismo y una lección de lo importante que fue trabajar con conciencia de grupo. Gracias a su unión consiguieron una de las mayores victorias sociales: que el Gobierno francés decidiera atajar finalmente la crisis del sida.

El realismo que desprenden las más de dos horas de película se debe a las experiencias reales que los actores pudieron escuchar de boca de exmilitantes de Act Up. El propio Campillo junto con un guionista y uno de los productores formaron parte de la asociación y compartieron con el reparto liderado por Nahuel Pérez Biscayart lo que supuso visitar a un amigo en el hospital o vestir un cuerpo muerto. Todos estos detalles ayudaron a que la carga de sentimientos a la que hacemos frente mientras vemos la cinta nos sacuda por dentro.

La lucha a nivel colectivo se mezcla con una naturalidad perfecta con la lucha a escala individual. Los planos de las asambleas y manifestaciones de Act Up conviven en perfecta armonía con espacios cerrados como los dormitorios en los que somos testigos del pulso que Sean, personaje interpretado por Pérez Biscayart, mantiene con la muerte.

En ese pulso juega un papel clave el romance que mantiene con Nathan (Arnaud Valois). La pareja comparte con nosotros sus miedos, su dolor y también sus encuentros sexuales tan íntimos, tan pasionales, tan frágiles. Campillo presenta aquí una realidad para muchos desconocida, las parejas serodiscordanes: Sean es portador del VIH, pero Nathan no. Sin embargo, ambos se aceptan tal y como son y no permiten que en ningún momento un virus que no han elegido tener condicione sus sentimientos.

A cada paso que la relación entre ambos avanza, también empeora el estado de Sean. Los sarcomas de Kaposi que empiezan a cubrir su cuerpo (por fin una película sobre sida nombra las cosas por su nombre y no las etiqueta de “manchas”) son una anticipación del final trágico que está por llegar, cuyo culmen poético devendrá en una visión del Sena teñido de rojo.

Sn embargo, 120 pulsaciones por minuto exhala vida. La condición médica no alteraba la rutina diaria de nadie. Bailar hasta la madrugada en discotecas, desfilar en el Orgullo Gay, follar o hacer uso del cinismo eran los recursos que utilizaba tanto Act Up como cualquier otro afectado para seguir adelante y esquivar el fantasma de la muerte.

Cuando se alzó con el Premio del Jurado en el Festival de Cannes, Pedro Almodóvar rompió a llorar delante de los presentes al alabar el magnífico trabajo del cineasta de origen marroquí: “Más allá de si perteneces como yo o no a la comunidad LGTB, Campillo cuenta la historia de unos héroes reales que han salvado muchas vidas”.

Las palabras del director español no pudieron ser más acertadas para valorar la película. En Europa del Este y Asia central las infecciones por VIH han aumentado un 60 % desde 2010, en África central y oriental dos de cada tres personas no tienen acceso al tratamiento y en todo el continente murieron 730.000 personas de sida en 2016; mientras que en Europa Occidental y Central y en América del Norte fallecieron 18.000 personas. 120 pulsaciones por minuto se erige como un acto combativo más de Act Up; una forma de recordarnos que la batalla universal contra el VIH y el sida debe seguir adelante.

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