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Artículo Me estoy esforzando mucho por una vida zero waste, ¿vale la pena? Life

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Me estoy esforzando mucho por una vida zero waste, ¿vale la pena?

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Respuesta corta: sí, pero una nunca deja de preguntarse si todo esto sirve para algo, entre la gran huella de carbono de petroleras, productoras de plástico y demás

Emilia Erbetta

14 Noviembre 2019 18:02

En Argentina, cada habitante produce 1.14 kilos de basura por día. 30 kilos en un mes, 365 en un año. Somos 40 millones: son unas 14 millones de toneladas en 12 meses. En América Latina, el promedio es parecido: los mexicanos tiran 1.16 kilos de residuos a diario y en Chile, 1.15.

Sólo en Buenos Aires, donde vivo, se producen alrededor de 17 toneladas diarias de basura. Por eso, hace algunos meses, en casa encaramos un cambio radical: compramos un tercer bote de basura.

En uno pequeño y metálico tiramos sin bolsa todos los restos orgánicos: sobre todo yerba mate y restos de frutas y verduras. Una vez por semana, cuando ya está lleno, lo tiramos a unos cajones negros para que las lombrices hagan su trabajo. Sí: también hemos empezado a compostar.

En el segundo bote tiramos todos los reciclables: los rollos de papel higiénico, las etiquetas de cartón, los tickets, todos los papeles que, aunque tratemos de evitarlo, terminan en nuestras manos. Cada vez tardamos más en llenarlo.

El tercero es verde, aunque sea el menos ecológico de todo. En él tiramos todo lo que no podemos ni reutilizar, ni reciclar, ni compostar: algunos —cada vez menos— restos de carne o queso. Nuestro objetivo es pronto dejar de necesitarlo.

La compra de un tercer bote puede parecer un gesto menor, pero en esta casa de dos en Buenos Aires significó un gran cambio: hasta ese momento nunca habíamos notado cuánto residuos producíamos.

¿A dónde va toda nuestra basura? Fue una pregunta sin retorno.

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Foto: Unsplash

Entonces, el resto de los cambios se precipitaron: reemplazamos nuestros cepillos de dientes plásticos por unos de bambú, dejamos de usar shampoo y acondicionador embotellado y nos pasamos a las versiones sólidas. Yo abandoné las compresas y tampones por la copa menstrual y compré una pequeña toalla lavable para sacarme el maquillaje.

Pero eso no era suficiente. Empezamos a notar que en todo lo que hacíamos había plástico involucrado. Entonces, para producir menos basura, tuvimos que cambiar por completo nuestra alimentación. Toda la comida ultraprocesada viene en paquetes brillantes o cubierta por un fino plástico, así que empezamos a ir mucho más a la verdulería con nuestras bolsas de tela y a las tiendas naturistas con frascos de vidrio para llenar con granos.

También dejamos de pedir comida a domicilio porque viene en bandejas plásticas, o de pedir agua en un restaurante si la botella no es de vidrio.

Pero no importa cuánto esfuerzo hagamos, en Buenos Aires siempre terminamos con un plástico en la mano. Aunque los supermercados tienen prohibido por ley entregar bolsas para la compra, encontrar productos que no vengan envueltos en algún tipo de plástico es una misión que lleva tiempo y dinero. Es decir: un privilegio de clase.

Y en esos momentos me pregunto de nuevo: ¿vale la pena? ¿Qué cambia que yo produzca ahora no un kilo de basura por día sino apenas, unos dos o tres kilos por mes?

No hay una única respuesta a esta pregunta: es cierto que si todos separáramos la basura, hiciéramos compost y redujéramos el plástico de un solo uso, menos basura terminaría en el océano o apilada en las periferias de las ciudades.

En América Latina, se recicla un promedio del 4,5 % de toda la basura y estamos lejos de los promedios europeos. Alemania, por ejemplo, procesa el 68% de los residuos que produce (menos mal, porque los supermercados alemanes están llenos de vegetales envueltos en plástico).

Casa en llamas

Entonces, ¿es suficiente? ¿Puedo quedarme tranquila con mi grano de arena? Claro que no: cambiar hábitos, producir menos basura, reciclar todo lo que podemos, reducir nuestra huella de carbono es importante, fundamental incluso, pero no alcanza.

La crisis ambiental no va a resolverse solo por la suma de millones de voluntades individuales: es todo el modelo de desarrollo industrial, basado en la explotación combustibles fósiles y en la emisiones de CO2 lo que tenemos que poner en crisis.

¿Voy a parar? No. Una vez que notas toda la basura que produces sin pensarlo y tomas conciencia de a dónde va si no haces algo, no hay retorno. Ya no me dan ganas de tener cinco botellas de plástico en el baño o acumular bandejas plásticas solo porque se me antojó un poco de sushi en casa.

Incluso pospuse la compra de un nuevo smartphone por esta razón: usaré el mío, que ya tiene 3 años, hasta que diga basta. Según las Naciones Unidas, en 2018 se desecharon 48 millones de toneladas de basura electrónica en todo el mundo. ¿Cambia algo que mi teléfono no se sume a la pila? Es posible que no, pero igual ya no quiero tirarlo. Por principios.

Lo mismo con los plásticos: todos los años, ocho millones toneladas de plástico terminan en los océanos. Y si seguimos así, para 2050 va a haber en los mares más residuos que animales marinos. Ese inofensivo vaso en el que tomamos el café es indestructible y nos sobrevirá durante varios siglos. Que no termine en el mar, ahogando a una tortuga, depende de nosotros.

La fábula del colibrí dice que cada uno puede contribuir con el pico cargado de agua a apagar el incendio. ¿Pero qué pasa si el fuego ya es demasiado extenso?

Lo dijo Greta Thunberg: nuestra casa está en llamas. Vale la pena hacer algo —aunque sea pequeño, aunque no sea suficiente— por contener el fuego.

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